Si tomamos distancia de los reñidos resultados de la elección del domingo pasado, entendiendo perfectamente, que la mitad de nuestros compatriotas deben tener el alma deshecha, se puede vislumbrar que estamos frente a uno de los desafíos más apasionantes de los que podamos haber soñado vivir. Los que sientan el resultado del pasado domingo como la hazaña de Maracaná no se deberían confundir, porque lo más difícil viene después del triunfo.
Es cierto que hubo ganadores y perdedores. Detrás de las cifras del escrutinio hubo una larga batalla, en la que para derrotar a la fuerza política que había gobernado durante los últimos quince años, la coalición Multicolor tuvo que arriesgar demasiado. No es posible imaginar un desenlace, como el que se dio el pasado domingo 24, sin valorar los riesgos y los aciertos que lo hicieron posible.
¿Qué chances razonables de llegar a la Presidencia tenía aquel joven diputado, que había irrumpido con un lema tan ambiguo como “Por la positiva”? Bien podía ser ese su talón de Aquiles, tras décadas de oír un reiterativo discurso anti izquierdista, sin mucho margen para el guante blanco, “Por la positiva” sonaba como un artilugio de distracción política.
Además, desde el principio, Lacalle Pou debió asumir el riesgo de ser el hijo de un ex Presidente sobre el que habían caído cuestionamientos muy duros, y más por venir de su ex ministro del Interior.
El Partido Colorado, adversario histórico, y, a la vez, aliado natural, se hundía en su propia confusión. Ante un eventual balotaje, sólo cabía esperar una votación todavía menor de las que había conseguido en las últimas dos elecciones.
Lacalle Pou debía arriesgar para formar una fuerza política capaz de arrebatarle el gobierno al Frente Amplio. Arriesgar, por ejemplo, en una alianza con el partido que había emergido del ámbito militar, cuando en este país hubo una dictadura que la inmensa mayoría de los uruguayos rechazó en su momento, y rechaza, porque todavía las Fuerzas Armadas le deben al país una explicación por el abandono ético y moral en el trato a los prisioneros, y, sobre todo, cooperación activa y real para el hallazgo de los desaparecidos. Hacer una alianza política con el general Manini era y es un riesgo muy grande, era y es el flanco débil en el que la izquierda golpeó y podrá golpear a la Multicolor con todas las armas intelectuales y morales de las que dispone.
El hecho original estuvo en crear una alianza que dibujase con trazo grueso el perfil de cada fuerza integrante de la coalición. A diferencia del FA, lo que se dio en llamar la Multicolor acordaba un programa de mínimos, en lo programático, y dejaba a los partidos en libertad de acción para todo lo que no estuviese acordado. Los partidos coaligados accedieron a darle al gobierno sus mejores candidatos para gobernar, y votar las leyes que fuesen necesarias para garantizar el cumplimiento del programa. Eso era suficiente. Cada partido es un aliado y un competidor dentro del acuerdo. Le permitió a Talvi, por ejemplo, reconstruir el discurso batllista a cuenta del trabajo futuro dentro de un gobierno que le asegurase cierto protagonismo, dejándole margen para iniciativas parlamentarias propias.
Lo mismo se podría decir de Cabildo Abierto, o del Partido Independiente, que va a necesitar de este escenario mayor para sumar a su buena tarea parlamentaria un lugar en el Ejecutivo, porque su futuro sigue atado a la creación de una familia socialdemócrata dentro de la izquierda uruguaya.
Las derrotas duelen, y esta no va a ser una excepción. Es posible que la derrota le dé a la izquierda el tiempo y la tranquilidad para iniciar la postergada reflexión que se debe a sí misma desde la creación del Frente Amplio.
América Latina está llena de héroes confundidos, una buena parte de ellos murieron enfrentándose con piedras a regímenes crueles. Unos días atrás, José Mujica decía algo alentador: “Si nos toca ser oposición no vamos a estar con una piedra en cada mano.” Las palabras de Mujica, dichas pocos días antes de la elección, tienen un valor pedagógico trascendente. Ya ha abierto sus manos y junto a sus pies están las piedras que acarreaba desde que comenzó a forjar su propia leyenda. ¿Qué le está diciendo al futuro gobierno? Lo mismo que le dice a sus compañeros de ciega admiración, tanto a los de aquí como a los de Alemania o a los de México: “Aceptamos las reglas del juego democrático”. Es la imagen del hombre que deja caer las armas con las que enfrentó a la democracia en su propia juventud. Una imagen fuerte, necesaria. Sobre todo, deja flotando la idea de que la democracia merece respeto. Su voz podría tronar ante la derrota, sin embargo este viejo guerrillero adelanta cuál debe ser la actitud de la fuerza partidaria que creó, hoy mayoritaria dentro del Frente Amplio.
La izquierda uruguaya tiene cinco años por delante. A ella le corresponde convencer a sus parientes continentales que la democracia le permitió gobernar en paz y mejorar la vida a buena parte de la población. Eso no lo ha conseguido ninguna dictadura, ni de derecha ni de izquierda.
El gobierno que llega tendrá que justificar su victoria consciente de que la coalición acompañaría al gobierno con las manos libres, aunque a ningún partido de la Multicolor sirva un fracaso, porque será el preámbulo de lo que pase dentro de 5 años. La izquierda de este país tendrá un ojo en el Uruguay y otro en la región. Si cae en la trampa de la violencia, no podrá salir de ella. Por el contrario, si hace de su experiencia democrática el camino que quiso recorrer Allende, puede que Latinoamérica abandone la santería golpista para hacer de las constituciones democráticas el ámbito garantista, que aprovechó el Frente Amplio, sin sangre inocente corriendo por las calles.
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