Cuando el cine desnuda estigmatizadas realidades por Carlos Acevedo

En una cartelera por momentos cargada de taquilleros artificios, refritos de vetustas sagas, estereotipadas comedias románticas, películas de terror o acción de manual, filmes para todo público que repiten modelos exprimidos hasta la sequedad, y propuestas básicamente pasatistas que dejan escaso o nulo lugar para la reflexión, una película como “La mujer de la fila” no es común en la oferta cinematográfica del circuito comercial local.

El sistema capitalista, que se sustenta en el ser mediante el tener y la búsqueda de la acumulación de riqueza, no ya como estrategia de mera supervivencia sino como medio de validación social y espiritual, se cimenta en la carencia de muchos en pos de la abundancia de unos pocos.

La meritocracia, esa entelequia creada por aquellos que detentan el poder económico como concepto para explicar y justificar la apropiación como si fuera una natural consecuencia del esfuerzo, procura convencer a aquellos que viven de su trabajo que los ricos se merecen lo que tienen, y que cualquiera puede alcanzar un nivel de prosperidad si trabaja lo suficiente.

Los objetos como símbolo de status llevan a determinados sectores de la población a confundir el desmedido acopio de bienes con el bienestar, y a dejarse seducir por los cantos de sirena de un sistema decadente y depredador.

Esto lleva a los menos favorecidos a delinquir, al carecer de oportunidades reales de realización económica y personal, mientras los ricos delinquen para mantener a toda costa su privilegiada posición o para seguir detentando el poder. Incluso,

la sociedad suele justificar o incluso envidiar a quienes logran una fortuna mediante estrategias nada éticas, y, al mismo tiempo, condenar al pobre que roba, muchas veces, para sobrevivir.

Ese estigma social es uno de los temas que aborda “La mujer de la fila”, un interesante drama dirigido por el argentino Benjamín Ávila, que no rehúye plantear un tema incómodo de la forma más realista posible, como el sufrimiento de las familias de los privados de libertad y la forma en la cual el propio sistema los estigmatiza junto a sus seres queridos presos. 

Andrea, sólidamente interpretada por Natalia Oreiro, es una viuda de clase media que cría sola a sus tres hijos, un adolescente y dos niños. Llevando una vida cotidiana sin mayores sobresaltos, ve dinamitada su rutinaria existencia por la detención y prisión de su hijo mayor, acusado de robo.

Sin saber a quién acudir en busca de ayuda, se va metiendo sola, a fuerza de coraje y desesperación, en el sistema carcelario, una maquinaria cruel que culpabiliza indirectamente a los familiares de los presos y los somete a un deshumanizante trato.

Al mismo tiempo, oculta a su entorno familiar, laboral y social el drama por el que atraviesa, temiendo la inevitable condena social, y soportando en sus espaldas el permanente temor por la salud y la vida de su hijo. Su amor de madre la empuja a una imprudente búsqueda de respuestas, al tiempo que procesa, en lo posible, el ahora tenso vínculo con un hijo que quizá no conocía tanto como creía.

También debe enfrentar la hostilidad del resto de las mujeres que van a la cárcel a visitar a sus familiares, que la observan como una extraña a su grupo social, alguien que no conoce ni comparte sus códigos.

Sin embargo logra moverse en ese mundo hostil, y establecer ciertos vínculos con otras personas unidas por la misma desgracia, mientras acata la cruel disciplina que se aplica en la cárcel, tanto a reclusos como a allegados. 

La película, no exenta de algún sensiblero golpe bajo, refleja una realidad usualmente invisibilizada sin emitir juicios de valor e intenta generar un necesario debate sobre cómo trata el sistema a aquellos que infringen la ley, más que nada cuando pertenecen a los estratos bajos y medios de la sociedad.

La película se basa en la historia real de una mujer que, al tiempo que luchaba por la libertad de su hijo, fue formando una red de familiares de reclusos que acabó convirtiéndose en una organización de apoyo y contención para las familias de los presos. Además, a modo de extras o participando en papeles secundarios, la película le da voz a algunas familiares de personas privadas de libertad que se interpretan a sí mismas, y, con sus desgarradoras historias, enriquecen el relato.   

Con un manejo narrativo sólido, aunque por momentos desparejo, entre la concientización y el dramatismo, la película visibiliza una realidad tan contundente como poco conocida y a menudo estereotipada por el cine o las series. En ese contexto, la actriz uruguaya Natalia Oreiro compone una interpretación protagónica de alto registro histriónico, sólida y conmovedora.

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