¿De verdad pensás que podés sacarle “el vicio de prepo”? por Fernando Barboza

“Internación compulsiva” se titula un editorial de Voces, y se apoya  en palabras de Mujica: “hay ciertas pamplinas jurídicas que están bien hechas en el contexto de una prevención liberal, de respeto a los derechos elementales de la gente, pero que, con una condición como ésta, se te vuelve en contra. Porque yo no puedo, no debo, tener potestades para agarrar un gurí y hacer lo que quiera; pero un gurí que está metido con la droga, es como un infectocontagioso, no lo puedo dejar al tipo en banda”. Y en la misma línea, a la semana siguiente, otro editorial se titula: “¿Adictos? ¡Al cuartel!”.

Y no puedo evitar hacer la pregunta del título.

Los pasajeros del 136 cerraban las ventanillas antes de llegar a La Boyada y Santín Carlos Rossi. Sabían que algo así como una jauría humana perseguiría a puro escupitajos y golpes al ómnibus luego de que atravesara el lago que se formaba en el hormigón hundido y el agua de las canillas públicas abiertas a toda hora. Siempre había allí una veintena de seres de edad indefinida —como escapados de una obra de Goya—, que festejaban la hazaña rutinaria. A un costado de los portales del cuartel, una fila creciente de mujeres, viejos y gurises descalzos y cara blanca de mocos secos, esperaba la llegada de la comida que llevarían en latas con asa de alambre y ollas descascaradas. En ese barrio no había farmacia, panadería ni ferretería. Sí boliches, o quilombos.

Miseria había detrás de la fila de casas, y a los costados de la zanja por la que corría el agua. Allí brotaron ranchos con gurises descalzos, flacos, maltratados, abusados. Resentidos. Allí llegaban los expulsados de los pueblos de ratas, de los cinturones de miseria de ciudades y pueblos del interior. Muchos de esos desplazados ingresaban al cuartel. Un proceso que venía desde cuando no necesitaron más a los peones en las estancias alambradas y tampoco para ir de carne de cañón a las “revoluciones” que se hacían a favor de los intereses de terratenientes, saladeristas, acopiadores y comerciantes en cueros y lanas, del puerto y las finanzas. Oligarquía, le llamaban.

Era 1969, el país ya muy endeudado, atravesaba una crisis como no había conocido. Mientras que los de siempre, los que, desde los “albores de la patria” sacaban afuera el oro y los dólares, lograban el objetivo de hacerse de toda la industria frigorífica. En tanto llegaba Nelson Rockefeller en una gira por el “patio trasero”. El gobierno decretó el cierre de los centros de educación porque  existía “riesgo de contagio por fiebre asiática”. “Esto es gripe yanki” escribieron los estudiantes de Medicina. Y el MLN reivindicaba la toma de la planta de General Motors y la destrucción del área administrativa.

De esa gira surgió el “Informe Rockefeller”, donde el magnate convertido en político prometía “ayudas” en agricultura, agua, recursos naturales, salud, trabajo. Y exigía el apoyo, porque los financiaba, de organismos internacionales como la OMS o la OPS  a las políticas de su gobierno. Y recetaba más dosis de “ayuda” a medios de comunicación, a periodistas y movimientos de mujeres, insistía en la necesidad imperiosa de reducir población. También asignaba un rol destacadísimo a “un nuevo tipo de hombre militar (que) está surgiendo y convirtiéndose a menudo en una fuerza de gran importancia en el cambio social constructivo de las repúblicas americanas”.  No mucho después el presidente Nixon pondría a funcionar la máquina de emitir dólares sin respaldo. Necesitado de hacer humo para distraer que miles de jóvenes volvían en cajas desde Vietnam, recurrió a la “guerra contra las drogas”.

Y ese “nuevo tipo de hombre militar” trajo una dictadura apoyada por la oligarquía y bendecida por el buen Nelson, y también la plaza financiera que lava y plancha hasta nuestros días. Aunque, por estos lados, nadie hable de que fueron desclasificados archivos de la USAID que revelan pecados tales como que las “ayudas” sirvieron para dar golpes de estado, hacer operaciones de falsa bandera, e incidir a través de organizaciones sociales o culturales.

Medio millón de orientales se fue al exterior. El país se cubrió de asentamientos donde cayó gran parte de la clase trabajadora. Y de esa miseria que no paró nunca de crecer, de esa desesperanza, salen los tipos que hoy están tirados en las veredas y ya no sólo en Montevideo. Amontonados sobre un jergón sucio, como dentro de una celda. Saben que no tienen futuro, que no tienen habilidades, ni la mente o disciplina necesarias para un trabajo, para vivir en una casa. Y muchos son “infectocontagiosos” que se están muriendo ahí delante de nuestro ojos. Las adicciones a las drogas son apenas uno de los ingrediente en un cuadro mucho más grave. Estamos asistiendo a la destrucción de una parte de la población. Como  también sucede en los Estados Unidos. El epicentro de una “guerra contra las drogas” que no termina jamás, de la que han brotado todo tipo de monstruos. Que es un fin en sí misma.  A mediados de abril de2024, Margalit Murray, jefa de Seguridad Regional de la embajada de Estados Unidos, decía a la diaria: “El tema no es si el fentanilo llega a Uruguay, sino cuándo”.  

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