¿Debe un gobernante ser bueno? por Nicolás Martínez

Luego de años de postergar la experiencia, hace unos días terminé de ver Game of Thrones. Llegué tarde, sí. Cuando el último dragón ya había sobrevolado los debates del mundo, cuando todos los tronos estaban ya fríos. Sin embargo, al cerrar la serie, me quedé pensando en algo que no pertenece solo a la ficción ni al medievo fantástico: ¿qué significa gobernar bien? ¿Debe un gobernante ser bueno? ¿O la bondad, en política, es apenas una debilidad disfrazada de virtud?

La serie no responde de manera sencilla. Cada personaje que se acerca al poder se encuentra ante una especie de abismo moral. Ned Stark es el ejemplo más claro: justo, honesto, fiel a sus principios… y completamente incapaz de sobrevivir. Su cabeza rueda en la primera temporada como si la historia quisiera advertirnos que la virtud, en la política, no siempre tiene recompensa. ¿Pero acaso vale la pena vivir sin virtud? ¿Qué tipo de mundo edificamos si la astucia se impone a la justicia?

Maquiavelo, en El Príncipe, habría aplaudido al guionista. El florentino entendía que la política no se juega en el terreno de la moral privada. “Es mejor ser temido que amado”, escribió, no porque despreciara el amor, sino porque comprendía que el poder necesita eficacia, no pureza. ¿Pero hasta qué punto la eficacia justifica los medios? ¿Puede un gobernante que actúa sin bondad construir una comunidad que aspire al bien? ¿O termina por destruir aquello que debía cuidar?

En Game of Thrones, la bondad muere rápido, pero la crueldad también devora a quien la ejerce. Daenerys Targaryen encarna el sueño redentor: liberar a los oprimidos, romper la rueda de la injusticia, fundar un mundo nuevo. Su discurso suena noble… hasta que el fuego cae sobre inocentes. Entonces surge la pregunta: ¿cuándo la bondad se vuelve fanatismo? ¿Cuántas veces, en la historia real, los gobernantes han quemado ciudades en nombre del bien?

Platón, en La República, imaginó que el gobernante ideal debía ser filósofo, es decir, amante de la verdad. Solo quien contempla la Idea del Bien —pensaba— puede gobernar sin corromperse. Pero Game of Thrones parece responderle con una sonrisa amarga: el poder corrompe incluso al más sabio. Tal vez la sabiduría no sea garantía de justicia, ni la verdad un escudo contra la ambición. ¿Qué sucede cuando el gobernante cree conocer el Bien de manera absoluta? ¿No termina imponiéndolo con violencia, como todo dogma?

Tyrion Lannister representa otra forma de sabiduría, más terrenal, más humana. No gobierna, pero aconseja. No promete utopías, pero busca evitar catástrofes. Tyrion sabe que todo poder es frágil y que toda decisión justa deja heridas. ¿No será esa conciencia del límite la verdadera virtud política? ¿No es el mejor gobernante aquel que sabe dudar de sí mismo?

La duda, en política, es incómoda. La gente busca certezas, no interrogantes. Los pueblos quieren líderes firmes, no pensadores vacilantes. Sin embargo, la historia muestra que las convicciones absolutas suelen terminar en ruinas. Tal vez el buen gobernante no sea el que tiene todas las respuestas, sino el que no deja de hacerse preguntas: ¿qué costo tiene mi decisión?, ¿a quién sirvo realmente?, ¿hasta dónde llega mi poder y dónde comienza la dignidad del otro?

Hay también una dimensión colectiva. En el universo de la serie, los pueblos parecen condenados a la obediencia. Nadie discute demasiado el derecho a reinar; solo quién lo ejercerá. Pero ¿no ocurre algo similar en nuestras democracias? Esperamos al líder redentor, al “buen gobernante”, como si el problema fuera solo de personas y no de estructuras. ¿No será más urgente preguntarnos por las instituciones que por los héroes? ¿Por los mecanismos de control antes que por las intenciones morales?

Porque incluso el más bueno puede fallar, y el más sabio puede enloquecer. La pregunta, entonces, no debería ser solo si el gobernante es bueno, sino si el sistema resiste su maldad. ¿Qué tipo de sociedad somos si dependemos de la virtud de uno solo? ¿No es esa dependencia, en sí misma, una forma de servidumbre?

Quizá Game of Thrones nos deja una enseñanza que Maquiavelo y Platón, en su antagonismo, ya intuían, y es que el poder es una fuerza ambigua, que puede crear o destruir, liberar o esclavizar, según quién lo ejerza y cómo lo limitemos. No hay pureza posible. Gobernar implica decidir entre males, y hacerlo con la conciencia de que no hay decisión inocente.

¿Debe un gobernante ser bueno? Tal vez sí, pero no basta. Debe ser prudente, lúcido, capaz de entender que gobernar no es salvar a todos ni dominarlo todo. Es sostener, a veces con las manos temblorosas, un equilibrio inestable entre la justicia y la necesidad, entre la compasión y la estrategia. Quizá la verdadera bondad política no sea la pureza del alma, sino la capacidad de mirar el poder con desconfianza. Y de recordar, como hace Tyrion al final de la serie, que ningún trono vale la pérdida de la humanidad.

Agregar un comentario

Deja una respuesta