Se preguntaba Enrique Symns a fines del siglo pasado “¿Por qué reiterada y obsesivamente les brindábamos espacio a los barderos, los zarpados, los sacados, los delirantes?”. La pregunta se refería al espacio otorgado en su mítica revista Cerdos & Peces a las “disidencias” de toda índole, y enseguida respondía: “Porque eran los guardianes de la experiencia anómala. Cuando el show estaba bien ajustado, la fiesta bien prolija y los modales impecables, aparecía el bardero y se escuchaba el “ole” de la barra disidente”.
La “experiencia anómala” que desafina con una supuesta armonía social, con la “fiesta bien prolija” o con los “modales impecables”, es uno de los nutrientes fundamentales de la obra de Federico Guerra, no en vano nos decía hace un par de años que se guiaba por la frase “el arte debe perturbar al cómodo y confortar al perturbado”. Y no es que los protagonistas de las historias de Guerra sean todos “barderos” o “zarpados”, que los hay, sino que en sus obras suele señalar prácticas sociales que esquivan el surco del “deber ser” (de la “corrección política”) sin dejar de reconocer a ese deber ser como el marco de referencia social. La hipocresía social, entonces, es una de las protagonistas de espectáculos como Snorkel (2011), Odio oírlos comer (2014) o Jirafas & Gorriones, estrenada el pasado jueves 21 de octubre en La Cretina.
¿Y por qué la hipocresía social? Porque Guerra se ríe de la desgracia, pero no como un gesto cínico y antisocial, sino porque nos devuelve un reflejo en el que no siempre nos queremos ver. “Para mí la desgracia, la tragedia, está llena de humor, desde una caída estúpida hasta una enfermedad terminal” señalaba Guerra en los años de Odio oírlos comer, pero no sin dejar de apuntar que el público se reía con él. Así como Snorkel comenzaba como un novio abandonado, Jirafas & Gorriones comienza con un empleado que es despedido de su trabajo, y en ambas situaciones el público ríe a carcajadas. Por supuesto que las circunstancias de ambas “tragedias” son elaboradas con un rosario de prácticas escatológicas, excesos, gestos neuróticos y experiencias sexuales clandestinas, entre otros elementos, que potencian la risa del espectador. Pero lo cierto es que nos reímos de la desgracia de otros.
Como en anteriores trabajos, la historia se va desarrollando a partir de escenas breves, que en saltos van entrelazando la vida de los personajes: dos parejas, un padre soltero, una mujer con una enfermedad terminal y su hijo, un linyera y un par de criaturas más que completan un cuadro abigarrado. La única situación “estable” emocionalmente parece ser la que vive la pareja que conforman Victoria Natero y Elisa Fernández, aunque esta última carga con el peso de una ex pareja violenta y la primera mantiene una preocupación por un habitante de la calle que no deja de ser una expresión de la hipocresía de la “clase media”. La muerte asoma por todas partes, como amenaza inminente de una enfermedad terminal o como impulso homicida latente (o desatado). Lo interesante, nuevamente, es que esto no tiene que ver con un exceso de morbo, sino con una realidad omnipresente que sin embargo las creaciones artísticas no suelen abordar con naturalidad. La frustración generalizada es la gran protagonista en sociedades diseñadas para el “éxito individual” pero habitada por “losers” que anhelan ser lo que no serán jamás. Una de las grandes virtudes de Guerra es su capacidad para dejar a la vista en muchas de sus criaturas la tensión entre un “superyo” social que mantiene a los personajes cumpliendo con la “normalidad social” y una subjetividad en la que los impulsos amenazan todo el tiempo con quebrar esa normalidad. En ese límite tenso los personajes se debaten, y así como algunos se someten otros explotan en excesos. Quizá sea esta una forma de interpretar la ilustración del programa de mano, esa simbiosis entre gorriones y jirafas que en un momento estalla descomponiendo el equilibrio.
Lo que diferencia este trabajo con los anteriores que hemos visto de Guerra es la articulación entre las historias, que confluyen en un desenlace, bizarro, sí, pero con coherencia interna. Las historias de Snorkel y Odio oírlos comer muchas veces quedaban más dispersas que en Jirafas & Gorriones. Por otro lado, el diseño del espacio escénico es prodigioso. El autor había comentado tiempo atrás que tenía la intención de que este espectáculo transcurriera en todo el espacio de La Cretina, para que el espectador fuera descubriendo la cotidianeidad de los personajes mientras recorría esos espacios. Pero finalmente Jirafas & Gorriones transcurre en la sala teatral del centro cultural, ubicando a los espectadores en una de las alas para enfrentarlo a un escenario con varios niveles, lo que permite ver cada historia de forma simultánea en su espacio respectivo. Esto dar gran dinámica al espectáculo, que salta de una escena a otra sin necesidad de mayores transiciones (las luces también son claves para este “montaje”). Por otro lado en el último nivel una ventana-pantalla proyecta un afuera que complementa los sucesos interiores sin dejar de remitir a los videos de Peter Capusotto, un guiño que parece señalar una de las influencias de Guerra. El espacio sonoro, y esto es una constante en este autor, es protagonizado por el rocanrol menos obvio, el que solía representar un comportamiento inconformista, como el que también representaba la Cerdos & Peces de Symns que citábamos al comienzo de esta nota. Y es que para quienes ya somos veteranos quizá la forma más clara de describir este espectáculo sea simplemente afirmando: Jirafas & Gorriones es rocanrol. No se la pierdan.
Jirafas & Gorriones. Texto y dirección: Federico Guerra. Elenco: Fernando Amaral, Lucas Barreiro, Daniel Cabrera, Horacio Camandulle, Leonor Chavarría, Elisa Fernández, Victoria Natero, Federico Lindner, Virginia Méndez, Pablo Robles, Marcos Valls.
Funciones: jueves y viernes 20:30 horas. La Cretina (Soriano 1236).
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