Verano 1993 (Estiu 1993), España 2017. Dirección y libreto: Carla Simón. Fotografía: Santiago Racaj. Música: Pau Boigues y Ernest Pipó. Con: Laia Artigas, Paula Robles, Bruna Cusí, David Verdaguer. Estreno: 28 de junio. Calificación: Muy buena.
Al igual que el cine iraní, el español siempre tuvo predilección por mirar el mundo a través de los ojos infantiles, desde la mítica Marcelino, pan y vino (Ladislao Vajda, 1954) hasta notables títulos de Víctor Erice (El espíritu de la colmena, 1973; El sur, 1982), Carlos Saura (Cría cuervos, 1975), Manuel Gutiérrez Aragón (Demonios en el jardín, 1982) o Javier Fesser (Camino, 2008). Ahora la cineasta Carla Simón se une a esa selecta nómina adoptando el punto de vista de Frida (Laia Artigas), una niña de seis años, y lo hace de manera muy particular con la cámara enfocando en forma permanente a la protagonista, mientras los demás personajes entran y salen de cuadro, o quedan directamente afuera, en off. Mientras el film desarrolla de esa forma su historia, desde lo narrativo la directora oculta deliberadamente información al espectador, en lo que debe ser leído como un ejemplo de coherencia interna, ya que Frida por su edad no capta todo lo que sucede en torno suyo. Si a eso sumamos que los adultos no suelen contar a los niños “cosas de mayores”, aunque sean importantes para ellos, tenemos que la mirada fragmentaria de Frida será la única a la cual accederemos como espectadores.
De ahí que lo que podemos comprender desde el inicio es que la niña quedó huérfana de padre y madre, pero en lo inmediato no sabremos por qué. Como varios doctores la examinan preocupados, intuimos que quizá haya contraído algún virus, pero la verdad no la descubriremos hasta la penúltima escena, cuando su tía (que ahora oficia de madre adoptiva) le -y nos- revele con sinceridad todo el misterio. De esa manera Verano 1993 se convierte en una película enteramente construida en base a elipsis, las cuales otorgan a las imágenes una fuerza poética inusual. Así, casi sin querer, Carla Simón redondea una obra única sobre las alegrías, dolores y angustias de la infancia y el crecimiento.
Lo más embrujador de su propuesta es que la cineasta no se conforma con lo fácil y evidente (convertir su película en un envase estético sobre la ausencia), sino que desde la imagen mantiene ocultos todo lo que puede sus profundos significados, utilizando un estilo casi documental, volcado a la improvisación. Esa herramienta la encuentra en dos figuras insoslayables: la protagonista y su prima menor Ana (Paula Robles). Ambas son los verdaderos ejes del film, y su sola presencia confiere gran dinamismo a cada plano. Al respecto los personajes lucen tan auténticos, y en apariencia son tan sencillos, que las niñas y los actores parecen haber existido pura y exclusivamente para ser filmados.
Al igual que sucede en las mejores películas uruguayas, en Verano 1993 percibimos lo que podría ser un hogar verdadero, y no una locación de ficción. Ver jugar a estas dos niñas de manera tan espontánea lleva a pensar que se conocen desde que nacieron. Los intérpretes adultos suelen decir que los niños no actúan sino que juegan. Sea eso cierto o no, Laia Artigas es una verdadera revelación, porque exhibe agudezas y gestos dignos de alguien con experiencia, sobre todo teniendo en cuenta la difícil tarea que le tocó: la de una niña que no sólo ha perdido a sus padres, sino también un hogar y una rutina, es decir, una forma de vida. Y así, escena a escena, entre el desconcierto y el dolor, vamos descubriendo en forma muy callada los caminos que llevan a Frida rumbo al corazón de esa joven mujer que será su nueva madre, hasta llegar a la sensacional secuencia final, donde la risa y la alegría sirven para hacer estallar la emoción y el llanto, hasta entonces contenidos. Esa escena está volcada por entero mediante juegos y casi sin palabras, pero deja al desnudo no sólo nuestra inseguridad vital sino también la deslumbrante humanidad que respira toda la película, una de las más bellas del actual cine español.
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