Desde la módica cumbre del frontispicio, las alas bien abiertas, altanera, acecha. Su poderosa mirada, a la que nada escapa, controla el pulular de los humanos en la acera. Cuando su pupila zahorí descubre un alma atormentada por las penas, se lanza en picado. Apuñala el aire, ráfaga invisible, su vuelo. Estira las garras, que atraviesan la espalda del desprevenido transeúnte hasta llegar al rincón del pecho donde están clavadas las cuitas que lo atormentan. Las aferra como a un ramo de espinas y las arranca de cuajo. Acto seguido, con un postrer aleteo, vuelve a su pétreo sitial estrellado de flores.
En apariencia, a nivel de la vereda, todo sigue igual. El viandante “atacado” por las “manos de puma” del ave sideral sigue su camino por la calle Arenal Grande. Quizá doble en la próxima esquina o en la siguiente, o tal vez se tome un ómnibus y se dirija a otra parte de la ciudad. Acostumbrado como estaba a convivir con ellas, no será hasta más tarde que caiga en la cuenta de que, sin saber cómo ni por qué, las amargas púas que envenenaban su corazón ya no está más ahí.
(Ubicación: Arenal Grande 1685)