El caso tomó estado publico y se ha hecho muy notorio en estos días.
En síntesis, los padres de Ambar, una niña de dos años, han sido intimados por una Juez del Departamento de Colonia a aplicarle a su hija las vacunas incluidas en el esquema de vacunación obligatorio vigente en el Uruguay, en cuyo defecto se considerará que vulneran los derechos de la niña y se exponen a medidas que podrían comprometer su derecho a ejercer la patria potestad respecto de su hija.
La decisión fue apelada por los padres de la niña, que no desean inocular a su hija con ninguna clase de vacunas (aunque recibió la BCG al nacer), pero un tribunal de apelaciones confirmó el fallo, con lo que los padres, sin perjuicio de algún procedimiento jurídico que aun pudiese plantearse, se encuentran ante el dilema de vacunar a su hija en contra de su voluntad o poner en riesgo su propio derecho a la patria potestad.
PEQUEÑA ACLARACIÓN JURÍDICA
Una versión muy difundida, sobre todo entre los disidentes de las políticas pandémicas, afirma que “Las vacunas no son obligatorias en el Uruguay porque la Ley 18.335 (que establece los derechos del paciente) exige consentimiento informado del paciente para cualquier estudio o tratamiento médico”.
Como suele ocurrir en materia jurídica, los facilismos y las afirmaciones absolutas pueden conducir a error y a sorpresas desagradables.
He perdido la cuenta de las veces en que discutí -sin éxito- con los entusiastas de esa tesis, advirtiéndoles que no es la única norma jurídica aplicable y que conviene ser prudentes para no alentar conflictos innecesarios que puedan terminar mal para los afectados.
Para empezar, el artículo 44 de la Constitución establece: “…Todos los habitantes tienen el deber de cuidar su salud, así como el de asistirse en caso de enfermedad.”. Sin duda una norma autoritaria, porque convierte al cuidado de la salud y a la asistencia en caso de enfermedad en un deber. Pero es una norma de jerarquía superior a la de la Ley 18.335.
Está también la ley 9.202, Ley Orgánica del Ministerio de Salud Pública, que confiere a ese Ministerio facultades bastante extraordinarias para el cuidado de la salud, en especial, en caso de crisis o riesgo sanitario.
Por su parte, la Ley 15.272, aprobada en dictadura pero convalidada en democracia, crea un esquema de vacunación obligatoria, que ha sido reajustado después por sucesivos decretos. Si bien es anterior a la ley 18.355, es específica sobre vacunación, en tanto que la 18.355 es de corte general y no menciona a las vacunas. Lo que lleva a algunos analistas a sostener que la ley 18.355 regula los tratamientos de los pacientes que no conllevan riesgo para terceras personas, en tanto que las otras normas regulan los casos en que puede verse afectada la salud pública.
Así las cosas, el fallo respecto a Ambar no debería sorprender. Bastó que el sistema de salud -de por sí bastante autoritario- detectara una situación que se salía de la regla para que formulara denuncia y ocasionara la dura actuación judicial que hemos visto.
Hay dos grandes formas de pararse ante el derecho. Una es la que adoptamos los abogados cuando litigamos. Consiste en poner la lente en las normas y los hechos que nos favorecen y tratar de ignorar o minimizar las normas y los hechos que nos son desfavorables. La otra forma es el análisis más objetivo y desapasionado, de corte más sociológico, que, considerando al derecho como un hecho político, sopesando las distintas normas aplicables, los fallos judiciales previos, las opiniones doctrinarias y los climas políticos y sociales del momento, permite predecir, hasta cierto punto, cómo se resolverán los conflictos.
Lo que no se debe hacer es confundir las dos formas. Vale decir analizar sociológica o políticamente el derecho ignorando las normas y los hechos que nos son desfavorables. No es conveniente por dos razones.
La primera es que induce a error. Y la segunda es que, por tratar de hacerle decir al derecho lo que queremos que diga, abandonamos la tarea de trabajar y luchar por cambiar la legislación y la óptica judicial para que establezcan soluciones socialmente más justas y adecuadas.
UN ÚLTIMO TOQUE ANTIPÁTICO
El primer impulso que uno siente es gritar: “¡Hay que derogar todas las leyes y normas que imponen medidas o procedimientos sanitarios obligatorios!”.
Sin embargo, no es bueno legislar lo general a partir de un caso particular. Porque la vida es dinámica y presenta situaciones imprevisibles. Por ejemplo, ¿qué pasaría si sobreviniera una epidemia u otra catástrofe realmente mortal y no hubiese ningún mecanismo legal para tomar medidas sensatas y honestas de protección, como el aislamiento, con las debidas garantías, de los enfermos contagiosos, o el suministro de tratamientos de probada eficacia?
Puedo decirles lo que pasaría, porque ha pasado históricamente en sociedades en las que no había formas reguladas de prevención. El resultado es la expulsión , la violencia y el abandono, cuando no directamente el asesinato, de enfermos y de presuntos enfermos. Porque el miedo, a falta de medidas legítimas, actúa por su cuenta y comete disparates.
UNA FALLA MULTIORGÁNICA
Qué bueno sería que lo que hubiese fallado a partir del fatídico 13 de marzo de hace cinco años, en que se declaró la pandemia, fuera sólo la legislación. Porque podríamos cambiar las cosas modificando la legislación.
Pero lo que falló no es tanto – o no es sólo- la legislación. Lo que falló fue un conjunto de órganos y de sistemas de los que depende nuestra vida social. Y eso es mucho más serio y complejo.
Falló, en primer lugar, el sistema sanitario, que fue incapaz de someter a análisis racional la disparatada información, o publicidad, que nos llegaba respecto a la pandemia. Aceptó sin más un virus que nadie había aislado ni estudiado, un virus que al principio -después no- sobrevivía en las superficies de los objetos, en la ropa y en los zapatos, que exigía usar tapabocas cuando se estaba parado pero no cuando se estaba sentado, que se trataba con respiradores aunque los intubados morían, que se detectaba con un test que, según su propio creador, no servía para detectar infecciones reales. Un sistema sanitario, encabezado por el MTSS y el GACH, que dispuso el encierro de los sanos y recomendó unas vacunas que nunca fueron analizadas ni controladas (incumpliendo la ley 9,202) y que terminaron causando en el mundo millones de muertes y de efectos adversos.
Falló, obviamente, el sistema político, que impuso medidas autoritarias y arbitrarias sin atender a la Constitución ni al sentido común. Recibiendo mientras tanto abultados préstamos para sostener cuarentenas y miedos.
Falló el sistema de justicia, que avaló toda clase de atropellos, sanitarios, laborales, de derechos individuales y de todo lo que se pueda imaginar.
Falló el sistema mediático y de información, que reprodujo acríticamente toda clase de disparates oficiales y censuró toda voz crítica.
En suma, fallaron todos los sistemas de los que depende la vida garantista a la que se supone que tenemos derecho, sin excluir al sistema educativo, que obviamente no nos dotó a la mayoría de los uruguayos de las herramientas críticas necesarias para analizar la realidad.
CRISIS DE CONFIANZA
En Uruguay no había una corriente significativa de personas que desconfiara de las vacunas clásicas. Hoy la hay.
Pongo mi caso como ejemplo. Recibí de niño las vacunas obligatorias y vacuné a mis hijos en su momento. Nunca percibí que eso nos afectara. Hoy mi actitud ha cambiado.
Supongamos que uno va al supermercado de la esquina y compra comida con confianza. Pero, si un día recibe comida intoxicada, y descubre que muchos de sus vecinos se intoxicaron comiendo alimentos comprados allí, dejará de ir al comercio, ¿no es cierto?
Bueno, eso es lo que pasó con las vacunas Covid, con Pfizer y con todos los laboratorios de la industria farmacéutica que se enriquecieron vendiendo vacunas durante la pandemia.
Fue un fraude gigantesco. Vendieron a los gobiernos unas vacunas no probadas que causaron un record de efectos adversos en todo el mundo. En Uruguay todavía estamos por saber qué contienen y en qué condiciones se compraron. Así como estamos por saber por qué después de inocularse con ellas murieron más de 15. 000 personas por encima de lo normal.
En esas condiciones, ¿quién tiene autoridad moral para juzgar a los padres de Ambar y a cualquier persona que se niegue a vacunarse?
Después de un fraude de esa entidad, del que fueron corresponsables los laboratorios internacionales, la OMS y el sistema de salud, el sistema político y el sistema de justicia nacionales, ¿con qué legitimidad puede alguien imponer tratamientos que provienen de las mismas dudosísimas fuentes farmacéuticas? ¿Quién asume la responsabilidad y ser hará cargo si algo sale mal?
Me lo pregunto en este triste aniversario de lo que no queremos volver a vivir.