El caso Laurta

¿Cuándo es más necesario afirmar una verdad?

Sin duda, cuando las circunstancias parecen serle adversas, cuando los interesados en negarla se restriegan las manos creyendo encontrar, en ciertas reacciones emocionales colectivas muy entendibles, los argumentos que les faltan.

El caso de Pablo Laurta es uno de esos casos.

Desde luego, no hay justificación para lo que él no niega haber hecho. Al menos tres personas muertas en la Argentina, para llevarse a su hijo de cinco años, al parecer con el delirante propósito de volver a cruzar el Río Uruguay en canoa y -no se sabe cómo- permanecer libre.

El efecto público de estos hechos es mucho mayor porque su autor fue activo miembro de la organización “Varones Unidos”, que se proclama defensora de los derechos de los hombres ante las políticas “de género” que los discriminan y muchas veces los privan del vínculo con sus hijos.

Tal como ocurrió en el caso Morosini, todos los mecanismos impulsores de las políticas “de género” se pusieron en marcha inmediatamente. ONGs y organizaciones feministas pusieron el grito en el cielo reclamando más legislación, más dureza judicial, más fondos presupuestales y la derogación de la ley de tenencia compartida.

No es para menos, las circunstancias les ofrecían una oportunidad de oro para sostener que las medidas legislativas y judiciales de protección de las mujeres son insuficientes (aunque en este caso el proceso judicial previo se había cumplido en Argentina), que se necesitan más fondos para ello, y sobre todo para demonizar definitivamente a toda crítica contra las leyes y los mecanismos judiciales vigentes, alegando que cualquiera de esas críticas convierte a su autor en un “machista, discriminador, femicida, fascista y de ultraderecha”.

Esa línea argumental tiene un problema. ¿Es posible desautorizar a una numerosa y creciente corriente de opinión, que percibe a las políticas de violencia de género como carentes de garantías, injustas e inútiles para el fin invocado, en base a los actos demenciales de un solo individuo?

Bueno, es posible intentarlo. Para eso, hay que sostener que los actos de Laurta no son los propios de un desquiciado mental, sino que son la consecuencia lógica e inevitable de oponerse a las políticas feministas y “de género”. Con lo cual Laurta deja de ser un loco homicida de página policial para transformarse en exponente coherente de una supuesta ideología de odio contra las mujeres (¿también contra los choferes de UBER?), a la que hay que combatir con más represión hacia todos los hombres por el sólo hecho de serlo y de ser denunciados por una mujer.

Si bien ese discurso puede prender un poco con las primeras emociones despertadas por la noticia, a poco que el cerebro y el sentido común vuelven a su sitio cualquiera percibe que la demencial peripecia criminal de Laurta (si son ciertos todos los hechos que se le atribuyen y que ni él ni su madre han negado) es un acto de locura que ni el más obtuso antifeminista puede aceptar ni considerar lógico.

De todos modos, la persistencia interesada del discurso feminista hará lo imposible para mantener vivo el horror y para quemar en sus llamas a cualquiera que ose decir que el caso Laurta, como antes el caso Morosini, no son resultado de la falta de leyes más autoritarias e injustas ni de fondos presupuestales más abultados. Por el contrario, son la prueba palmaria de la inutilidad de esas leyes y políticas para evaluar los riesgos y para disponer las medidas de prevención y contención que podrían evitar las muertes.

En noviembre del año pasado, una madre se roció a si misma y a su hijo de diez años con combustible y prendió fuego a ambos. Los dos murieron. Este año, una mujer policía se tiró de un balcón con su hija de pocos meses después de fracasar en el intento de tirar también a sus otras hijas.

Nadie habló de violencia vicaria, ni de cuestiones de género, ni de fracaso de políticas de prevención. Se consideró a las dos como casos de “brotes psicóticos” y allí murió el asunto junto con los niños y sus madres.        

Lo voy a decir otra vez con todas las letras: la judicialización de toda denuncia, sin ningún filtro, la presunción de culpa de los hombres, la negación del derecho de defensa e incluso del derecho de los denunciados a dar su versión de los hechos, la aceptación de la versión de la mujer denunciante como verdad revelada, el retiro del hogar y la prohibición de acercamiento dispuestos al voleo, la ausencia de una evaluación seria e imparcial del estado psíquico y la eventual peligrosidad de denunciante y denunciado, la falta de contención social y técnica de los denunciados,  la insuficiencia de ámbitos seguros que permitan proteger a la presunta víctima y mantener el contacto del denunciado con sus hijos mientas se investiga, la impunidad total de las denuncias falsas, los cursos de “reeducación en género” en que se estigmatiza y hostiga a los denunciados, y la ideologización de los ámbitos públicos que atienden a la violencia de género, no sólo no sirven para nada. Son contraproducentes. En muchos casos, sobre todo cuando el individuo es inocente, equivalen a acorralar a un desesperado, que es como rociar las brasas con nafta.

Sentir o simular horror y convocar a la indignación cada vez que ocurre una de estas desgracias previsibles y evitables, que nadie previó ni evitó, no cambia nada. Sólo confirma que vamos en dirección equivocada y que las políticas en uso, al no prevenirlas, agravan las situaciones.

En este caso, la inoperancia de las medidas dispuestas es atribuible a las autoridades argentinas, que le dieron a la mujer un “botón de pánico” pero no evaluaron ni por asomo la condición mental de Laurta, aunque estuvo preso durante un mes en Argentina.

No obstante, muchos “feminismos” uruguayos usan el hecho para demonizar a sus críticos y para reclamar más presupuesto, más dureza legislativa y judicial, y la eliminación de la tenencia compartida. Un reclamo inútil, salvo para los reclamantes, porque es pedir dinero para hacer más de lo mismo, que ya ha fracasado estruendosamente.

Triste cosa es intentar sacar ventaja de desgracias que todos repudiamos y lamentamos.   

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