La pasada semana, junto a Alfredo García, entrevistamos a Laura Rivero, presidenta del Sindicato Único de Trabajadoras Domésticas (SUTD). Salimos de esa charla con una mezcla de sensaciones: bronca, impotencia, tristeza, indignación. Hay entrevistas que se cierran con un apretón de manos; esta dejó un nudo en el pecho. Reflexionando y cuestionando lo que escuché, no podía eludir el decir algo sobre lo ocurrido. Y menos aún, dejar de pensar en la serie El cuento de la criada.
En un país que se jacta de su democracia laboral, hay un territorio que sigue habitado por fantasmas de servidumbre. No llevan túnicas rojas ni tocan campanas como en la serie, pero limpian, cocinan, crían hijos ajenos y duermen en piezas sin ventanas. Son las criadas del Uruguay contemporáneo, las empleadas domésticas, esas mujeres que sostienen el descanso y la comodidad de los otros, mientras su propio descanso es un lujo improbable. Escuchar sus historias es asomarse a una grieta profunda de nuestra sociedad. Ellas no hablan de estadísticas ni de teorías: habla de cuerpos cansados, de salarios que se desvanecen antes del fin de mes, de patrones que aún se creen dueños de las horas y del alma. Habla de mujeres que saben de memoria la casa que limpian, pero no tienen derecho a decir que es su lugar.
¿Cómo se construye la dignidad cuando el trabajo mismo es una forma refinada de subordinación? ¿Qué libertad hay en servir a quien te mira sin verte? ¿De qué emancipación podemos hablar si la igualdad se detiene en la puerta de la cocina? El feminismo, tan discutido en parlamentos y redes, a veces olvida su raíz más obrera: esa mujer que se levanta antes del amanecer para limpiar el mundo que otros ensucian. Las criadas modernas —porque las hay en cada barrio, en cada ciudad— son la metáfora viva del doble sometimiento: el de clase y el de género. Son mujeres pobres que sirven a mujeres con poder, perpetuando una jerarquía que el discurso emancipador apenas roza con la punta de los dedos.
Todavía hay casas donde se las trata como si fueran invisibles. Invisibles. Esa palabra debería doler más que cualquier salario injusto. Invisibles, porque nadie las mira cuando entran, porque su voz no pesa lo mismo en los reclamos, porque la ley que las protege llega tarde o se cumple a medias. Invisibles, porque la costumbre de mandar está más arraigada que el derecho de ser tratada con respeto. En El cuento de la criada, las mujeres pierden su nombre. En la realidad, muchas trabajadoras domésticas también lo pierden. Son “la muchacha”, “la que viene los jueves”, “la que ayuda con las tareas de la casa”. El anonimato como forma de dominación. ¿Qué tipo de sociedad produce esta naturalización del desprecio? ¿Qué clase de democracia tolera que miles de mujeres trabajen en condiciones indignas mientras se enarbolan discursos de igualdad?
Hannah Arendt decía que el mal no siempre es monstruoso, sino banal. Que no hace falta un verdugo ni un campo de concentración para que la dignidad humana sea pisoteada. A veces basta con un silencio, con una orden dicha sin mirar a los ojos, con un “gracias” mecánico que no agradece nada. Quizás la violencia cotidiana hacia las empleadas domésticas no se expresa con látigos ni con cadenas, sino con gestos diminutos y persistentes: con la taza que se deja sucia “porque para eso está ella”, con la hora extra que no se paga, con la mirada que pasa por encima del cuerpo sin reconocerlo como cuerpo, sino como instrumento. El sindicalismo de las trabajadoras domésticas es, entonces, una forma de resistencia contra el olvido. Una trinchera humilde pero luminosa, donde se pelea por lo que debería ser obvio: el derecho a existir como iguales. Pero, ¿qué tan dispuesta está la sociedad uruguaya a mirar de frente esa deuda? ¿Cuántos hogares progresistas, inclusivos y feministas reproducen sin pudor la vieja lógica del amo y la criada? El mal no siempre grita. A veces se disfraza de costumbre, de rutina, de normalidad. Está en la manera en que el patrón dice “mi muchacha”, como si la posesión fuera una forma de cariño. Está en la mujer que se proclama feminista pero nunca aprendió el nombre completo de quien limpia su casa. Está en la universidad que enseña derechos humanos y no le paga en fecha a su personal de limpieza. El mal se cuela, imperceptible, en la sonrisa cordial con la que se disimula la jerarquía. Y esa es su mayor astucia: la de hacernos creer que no existe.
Cada “sirvienta” que no puede faltar porque “hay que dejar la casa impecable” es una nota más en esta época de hipocresías que llamamos progreso. Porque mientras se alzan discursos sobre igualdad, miles de mujeres sostienen, con su espalda y su silencio, la comodidad de quienes hablan de igualdad. Mientras se celebra el Día Internacional de la Mujer, hay quienes ni siquiera tienen derecho a descansar ese día. Mientras se condena la esclavitud del pasado, el presente la recicla con contrato y salario mínimo. ¿De qué sirve la modernidad si aún necesitamos que alguien limpie sus rastros? ¿Qué tipo de civilización es la que mide su bienestar por la cantidad de cuerpos que lo sostienen sin nombre ni reconocimiento?
Quizás el mal más peligroso sea aquel que sonríe, el que se oculta tras una amabilidad sin alma. La violencia sin sangre, sin grito, sin escándalo. Esa que convierte el trabajo en servidumbre y la necesidad en obediencia. El mal que no aterra, pero humilla. El mal que no mata, pero apaga. El mal que, día tras día, sigue barriendo bajo la alfombra la humanidad de quienes nos recuerdan, con su sola presencia, que todavía hay mucho por limpiar.







