El discurso de dios por Jorge Alastra 

El 14 de enero de 2025 se cumplieron 50 años de “The Köln Concert”, fecha que registra un hito en la carrera del pianista Keith Jarret. El concierto se convertiría a través de los años en una leyenda; un capítulo extraordinario en la historia de la música instrumental, más allá del hecho artístico, por una serie de episodios que hoy parecen de ficción. Jarret hizo lo que pocos se atreverían en la escena mundial, porque supondría poner en riesgo una trayectoria. Su determinación casi “zen”, coincide con ciertas líneas actuales en el campo de la psicología, que hoy es definida con el término de resiliencia. No sólo por la ejecución en sí misma, sino por todo lo sucedido, aún antes de colocar sus manos en el teclado. El “Köln Concert” puso en discusión una manera rutinaria de hacer las cosas de músicos, productores y público; vino a romper una concepción cerrada, cultural, en la relación músico-oyente en una sala de conciertos, borrando la solemnidad con que se recibe (o recibía) la música en estos auditorios. El valor de aquella actuación -sin precedentes- no reside en la improvisación (es lo que hacen los jazzistas), sino en que se llevó adelante en condiciones desfavorables. Quizá existan otros ejemplos de este tipo; músicos que no cuentan con el instrumento adecuado e igualmente actúan. Pero la situación de Keith Jarret fue bastante particular. Aceptó actuar hasta por razones afectivas; para no embromar a terceros y para que el público que había pagado su entrada no se sintiera defraudado. Entonces el hecho es trascendente por todos estos motivos y catalogado de milagroso. El artista pudo opacar, por un momento, el ego; dejando a un lado el peso de su prestigio. Y tuvo fe, además. Más allá de que él mismo no guarde una buena impresión de la experiencia, y se resista a ver como admirable la propia grabación que terminó en un álbum: The Köln Concert (EMC, 1975). Hasta hoy, el disco más vendido de piano solista en el ámbito del jazz. Es posible que el público haya encontrado en esa música algo más que notas bien o mal tocadas; buenas o malas melodías. Creo que sintió que estaban frente a una música con una carga espiritual que iba más allá de lo puramente técnico. 

A continuación, transcribo un texto propio de 2022, y que es un breve relato ficcionado, basado en los hechos que ocurrieron:

Son las 16 p.m. del día 24 de enero de 1975. Está lloviendo copiosamente. Un hombre esmirriado, de gabardina clara y gafas, habla a los gritos con una jovencita de pelo negro y largo que se está empapando, mientras sostiene un paraguas destrabillado que se parece más a un ave ridícula posada en medio de la calle.

La jovencita le implora al hombre que no la abandone.

–Es mi fin, Keith, tú debes ayudarme, he puesto todo de mí para este concierto.

El hombre –que lleva una mata de pelo frondosa y oscura, y escaso bigote– la mira serio mientras nota que la lluvia que da en la cara de la chica, y que corre vertiginosa, empieza a confundirse con sus lágrimas. 

– Está bien Vera. Me quedaré y tocaré. Pero recuerda que lo hago solo por ti. Nunca lo olvides.

 Vera Brandes – de solo 16 años– que trabaja como productora y convenció al Ópera House de la ciudad de Colonia para que el artista se presente allí, lanza una sonrisa que ilumina la tarde tormentosa. Keith Jarret busca ahora (entre la lluvia) a su manager y amigo Manfred Escher, el dueño del sello ECM, para ir a comer algo. Hace días que el Renault 4 del empresario viaja por toda Alemania y no han descansado bien, y apenas han comido algo ese día. Jarret arrastra un dolor intenso de espalda y hace tres noches que no pega un ojo. Ya han pasado la prueba de sonido. El piano que han traído a la sala –por un error de sus funcionarios– es de tercera clase y no sirve ni para ensayar. Tiene un pedal inservible, está desafinado, y hay algunas teclas mudas. En este artefacto Keith deberá tocar ante 1.500 almas que ya compraron todos los boletos. En el restaurante, que finalmente encuentran, nos son bien tratados y la comida (de pésima calidad) llega fría y tarde. Es un mal día. Los hados presagian un desastre.

Salen corriendo hacia la sala y por suerte las puertas están abiertas y pueden lanzarse a los camarines a descansar un poco. Solo faltan dos horas para el inicio del concierto. En el camarín Jarret aprovecha para sumergirse en el yoga.

 –Hoy tocaré en el peor piano del mundo, pero lo haré igual. Dios me soplará su música. Tocaré lo que él me dicte. 

La cara de Escher no disimula el hastío y la preocupación. Pocos minutos antes de las nueve de la noche alguien golpeó tímidamente la puerta. 

–Es la hora. A escena.

Keith Jarret se abraza por última vez con su amigo antes de trepar al escenario. 

–Tranquilo amigo. Dios está aquí con nosotros.

Una vez acomodado en su banqueta, lanza una única mirada hacia el mar de público en tinieblas, y sus manos se posan en el teclado que empezará a hablar; a conversar, a dar el discurso de Dios.