El Discurso de Odio por Nicolás Martínez

En las últimas semanas se ha escuchado mucho el término “discurso de odio”. Políticos, periodistas, académicos y usuarios de redes sociales lo repiten con frecuencia, como si nombrar el fenómeno bastara para comprenderlo. Pero ¿sabemos realmente de qué hablamos cuando hablamos de discurso de odio? ¿Estamos frente a un problema moral, jurídico o filosófico? ¿O acaso ante un nuevo modo de gestionar el conflicto en las sociedades contemporáneas? A primera vista, la expresión parece una conquista ética, una suerte de intento por proteger a las personas de la humillación, la violencia verbal y la incitación al desprecio. Sin embargo, desde la filosofía, la cuestión se vuelve mucho más compleja. Tipificar algo como “discurso de odio” no sólo implica sancionar determinadas expresiones, sino decidir qué es el odio, quién lo define, y bajo qué criterios. ¿Puede el Estado determinar qué emociones o ideas deben callarse? ¿No corre el riesgo, en ese gesto, de asumir el papel de guardián moral del lenguaje?

Hannah Arendt insistía en que los regímenes totalitarios no comienzan con la represión física, sino con la supresión de la pluralidad. Cuando el poder decide lo que puede o no ser dicho, lo que puede o no ser pensado, se inaugura una forma sutil pero efectiva de control. En nombre de la “protección” o del “bien común”, el lenguaje se convierte en un campo de vigilancia. Y entonces surge una inquietud más profunda: ¿cuándo la defensa de la dignidad se transforma en censura? ¿Cuándo el intento de evitar la violencia simbólica termina por anular el disenso? Foucault, por su parte, advertía que el discurso no es simplemente un reflejo del pensamiento, sino una práctica que produce realidad. El discurso instituye lo decible y lo indecible, es decir, crea verdades, jerarquías y exclusiones. Por eso, regularlo no es neutral, es intervenir en la arquitectura del poder. ¿Quién decide qué palabras hieren? ¿Y quién protege al ciudadano de esa nueva forma de poder que, en nombre del respeto, delimita los contornos de lo pensable?

El discurso de odio, entendido así, es también un síntoma de nuestro tiempo: sociedades hipersensibilizadas, comunicativamente saturadas y cada vez menos capaces de convivir con el conflicto. En una época donde la ofensa se mide por la reacción y no por la intención, ¿no corremos el riesgo de convertir la palabra en un territorio minado? ¿Qué tipo de ciudadanía se forma cuando el miedo a hablar reemplaza al ejercicio crítico de la palabra? Jürgen Habermas en su teoría de la acción comunicativa, propone que la racionalidad no se juega en el control del discurso, sino en la posibilidad de diálogo libre de coerciones. Para Habermas, una sociedad democrática se sostiene sobre el principio de la deliberación, donde los ciudadanos deben poder argumentar, cuestionar y disentir en un espacio público donde las razones puedan ser expuestas y confrontadas. ¿Qué ocurre, entonces, cuando ese espacio se reduce por temor a la sanción? ¿Puede haber consenso si no hay posibilidad de conflicto? ¿No es, acaso, el debate —incluso el incómodo— el motor mismo de la vida democrática?

El discurso de odio es real y puede causar daño. Nadie lo niega. Las palabras no son inocentes; pueden destruir tanto como construir. Pero una mirada crítica nos debe obligar a ir más allá del impulso punitivo. ¿Qué significa castigar una palabra? ¿Qué cambia cuando se silencia una voz en lugar de refutarla? ¿Se extingue el odio o simplemente se esconde, esperando otra forma de manifestarse? Habermas insistiría en que la respuesta al odio no puede ser el silencio, sino la argumentación. Donde se cierran las palabras, crece la violencia. Allí donde el miedo a hablar sustituye al coraje de pensar, la esfera pública se empobrece. No se trata de permitir que todo sea dicho sin consecuencias, sino de construir una cultura del diálogo que transforme el conflicto en comprensión. La censura, incluso cuando se disfraza de virtud, clausura la posibilidad de aprender del otro.

Quizá el problema no esté tanto en el odio como en nuestra incapacidad para convivir con la diferencia. En sociedades que confunden la discrepancia con la agresión, el desacuerdo con la ofensa, toda palabra crítica corre el riesgo de ser etiquetada como discurso de odio. ¿No será que hemos olvidado el valor del disenso? ¿No estaremos fabricando un mundo tan frágil que sólo puede sostenerse mediante la prohibición? Arendt insistía en que el pensamiento surge del diálogo interior, de la capacidad de conversar con uno mismo. Si el lenguaje se vuelve un campo de censura, esa conversación interna también se empobrece. Deja de haber pensamiento, y sólo queda corrección. Y en un mundo corregido, ¿dónde queda la libertad?

El desafío consiste, entonces, en sostener el equilibrio entre la libertad y el respeto, sin que una devore a la otra. El odio debe ser combatido, sí, pero no con mordazas, sino con educación, con pensamiento, con palabra. En vez de castigar la voz, habría que enseñar a escucharla críticamente. No se trata de legitimar el agravio, sino de fortalecer al ciudadano para responder con argumentos en lugar de silencios. ¿Queremos una sociedad que no odie o una sociedad que no hable de su odio? ¿Queremos proteger la sensibilidad o la libertad? ¿Podemos tener ambas sin caer en contradicción? Estas preguntas no tienen respuesta definitiva. Pero quizás sea en el ejercicio mismo de formularlas donde se juegue la verdadera madurez democrática. ¿No será, en última instancia, el “discurso de odio” un espejo que nos enfrenta con nosotros mismos? ¿No deberíamos preguntarnos si la libertad —como la verdad— puede realmente garantizarse mediante leyes, o si exige, más bien, la madurez de la responsabilidad? ¿Y no es acaso allí, donde el pensamiento se silencia en nombre de la corrección, donde la democracia empieza a quedarse sin voz?

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