El Hombre de Paja por Nicolás Martínez

En su última columna “De fobias y pajas”, Marcelo Aguiar me acusa de cometer la conocida falacia del hombre de paja, es decir, de haber atacado una caricatura de sus argumentos en lugar de refutar lo que realmente dijo. La acusación no es menor: atribuir a otro una falacia es señalar no un error de interpretación, sino un vicio en el razonamiento. Por eso, conviene detenernos en este punto, no para ganar un duelo de egos, sino para ensanchar —ojalá con algo de filosofía— el espacio que toda democracia debe reservar al diálogo honesto.

¿Qué es, en verdad, el hombre de paja? Llamamos así al recurso argumentativo que consiste en deformar o simplificar groseramente una posición ajena para luego atacarla más fácilmente. Es decir, se construye una figura falsa, una especie de espantapájaros intelectual, y se le combate como si fuese el verdadero interlocutor. Esta falacia es una de las más comunes en la discusión pública y una de las más dañinas para el pensamiento. Ahora bien, si toda crítica o relectura de una idea distinta puede tildarse de “hombre de paja”, el diálogo en esos términos, está condenado. Porque el pensamiento, para filosofar, necesita confrontar supuestos, desplegar consecuencias, reconstruir —a veces con radicalidad— los argumentos que recibe. Por eso, no comete esta falacia quien interpreta críticamente lo dicho, sino quien tergiversa maliciosamente lo que se dijo. Y eso, con todo respeto, no ha sido mi caso.

En su columna original “Más laicidad, menos sotanas”, Aguiar sostiene que el proceso de secularización de nuestras sociedades ha traído consigo mayor democracia, felicidad e igualdad, y que la presencia de sotanas o símbolos religiosos en el espacio público amenaza ese delicado equilibrio. Su alegato concluye con una advertencia: menos religión en lo público sería más democracia en lo real. En mi respuesta, titulada “¿Y si el problema no es la sotana, sino la fobia?”, no me dediqué a negarle el derecho de opinar ni a victimizar a ninguna institución religiosa. Lo que hice —y defiendo— fue interrogar el supuesto central de su tesis: que hay una incompatibilidad entre la fe religiosa y el ejercicio democrático. Si se sostiene que una mayor secularización garantiza una mejor democracia, entonces cabe preguntarse: ¿Qué hacemos con quienes se expresan políticamente desde su fe? ¿Tienen que volverse mudos en el ágora? Esto no es tergiversar, sino pensar. Pensar que la pluralidad democrática incluye no solo voces religiosas, sino también críticas a la religión —como la de Aguiar— sin que ninguna de ellas deba ser acallada. Eso es laicidad: no el silenciamiento de lo espiritual, sino la garantía de que ninguna convicción, ni religiosa ni antirreligiosa, se imponga por encima de las demás.

Pero ya que hemos sido invitados al terreno de los argumentos engañosos, conviene repasar algunas de las falacias que el propio Aguiar desliza en sus intervenciones. Primero, la generalización apresurada. Tomar como ejemplos las teocracias, las guerras santas o los discursos fundamentalistas para concluir que la religión como tal es una amenaza para la democracia es ignorar la rica tradición de pensamiento religioso que ha sido aliada —y no enemiga— del pensamiento crítico y la justicia social. Segundo, la falsa oposición. Su planteo sugiere que hay dos caminos: o bien optamos por una laicidad severa que excluya cualquier expresión religiosa del espacio público, o bien abrimos la puerta al dogmatismo clerical. Entre esos extremos hay muchos matices, entre ellos, el de una laicidad madura, que no es expulsiva, sino inclusiva. Tercero, la falsa causa. Vincular de forma directa y necesaria la secularización con la democracia plena omite contraejemplos significativos: países profundamente religiosos y, a la vez, profundamente democráticos. El problema no es la religión, sino el uso excluyente o violento que se haga de cualquier creencia, incluso del laicismo cuando se vuelve dogma. Y cuarto, un desliz ad hominem. Aguiar deja entrever que quienes defienden la presencia de la religión en el ámbito público lo hacen desde una nostalgia infantil, o desde un romanticismo residual. ¿No será, en cambio, que muchos lo hacen desde una convicción ética tan racional como la suya, aunque distinta?

La laicidad, entendida en su mejor versión, no es la neutralización del espacio público, sino su pluralización. No consiste en expulsar los símbolos religiosos, sino en garantizar que ninguno se imponga sobre otro. En ese sentido, un crucifijo en el pecho de una maestra o una kipá en la cabeza de un médico no constituyen una amenaza democrática, sino un recordatorio de que el Estado no nos uniformiza, sino que nos contiene en nuestra diversidad. La democracia no florece sobre el cemento frío de la sospecha, sino en el humus cálido de la hospitalidad. Eso implica escuchar con atención, disentir con rigor y argumentar sin prejuicios. Yo seguiré creyendo que las sotanas, los credos y las convicciones religiosas tienen tanto derecho como cualquier otra voz a decir su palabra en lo público, siempre que no pretendan ser la única. Y seguiré pensando que demonizar la fe ajena no nos vuelve más lúcidos, sino más pobres.

En definitiva, no se trata de vencer con astucia ni de reducir al otro a una caricatura fácil de desmontar, sino de abrir el pensamiento al disenso fértil que nos obliga a afinar nuestras razones.  La oposición de juicios es el mejor medio para descubrir la verdad. Esa es la tarea del ejercicio filosófico auténtico: no clausurar la discusión con etiquetas, sino arriesgarse a pensar con otros, incluso —y sobre todo— cuando disentimos. Porque si algo debiera unirnos en tiempos crispados, es precisamente el compromiso con esa búsqueda honesta, donde la verdad no es patrimonio de uno, sino conquista compartida. No he construido un hombre de paja. He respondido a un argumento. Y si el debate filosófico sirve para algo, es para recordarnos que pensar distinto no es atacar, y que interpretar no es falsificar, sino arriesgarse al ejercicio más noble que tiene la razón: el diálogo.

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