Fue Lord Palmerston, Primer Ministro del Reino Unido en dos periodos entre 1855 y 1865, quien pronunció la célebre frase “Inglaterra no tiene amigos ni enemigos permanentes, solo tiene intereses permanentes”, que sirvió a muchos países hasta el día de hoy como norte de su política exterior guiada más por el realismo que por el idealismo. Claro que Palmerston era nada más ni nada menos que Primer Ministro del Imperio Británico en todo su esplendor y bien podía hacerse cargo de las consecuencias que la aplicación de ese principio llevaba consigo.
Casi un siglo y medio después y, sobre todo, desde el fin de la Segunda Guerra Mundial, emergió un orden internacional basado en una serie de principios, valores e instituciones con un efecto muy positivo en términos geopolíticos y económicos. Donald Trump, señalando que el mundo en general y Europa, Corea y Japón en particular, se han aprovechado de la generosidad americana en los sistemas de defensa y de comercio, ha decidido, en su segunda presidencia, ponerle fin a ese orden en base a dos grandes conceptos políticos: MAGA (Make America Great Again) y Put America First.
Y así, un día sí y otro también, Trump toma medidas económicas y políticas que atentan contra ese orden, ya sea poniendo aranceles, ya sea quitándolos, ya sea amenazando con hacerlo si no se cumplen sus deseos.
Sus aliados de lo que hasta ahora se llamaba “Occidente”, concepto que recogía una serie de valores y lealtades comunes, están desconcertados y no saben que pensar. Más bien piensan que ya no pueden contar con la ayuda de Estados Unidos en caso de un conflicto armado y buscan aumentar sus presupuestos de defensa e, incluso, estudiar las opciones de protección nuclear.
La propia Gran Bretaña, el aliado y amigo más fiel y automático de Estados Unidos, siempre listo a la hora de ayudar, no sabe qué hacer. Pero ciertamente se ha decantado por la actitud de desconfianza ante los nuevos vientos que soplan en Washington.
Algunos sostienen que Trump pretende aplicar la “real politk” de Lord Palmerston y defender los intereses nacionales de Estados unidos por encima de amistades o enemistades pasajeras.
Pero, en primer lugar, este es otro mundo que aquel en que Palmerston mandaba y Estados Unidos, por más poder económico o militar que tenga, necesita aliados para construir un orden internacional que promueva la paz, y si es posible, una paz con orden y justicia. Como la definía San Agustín, “la paz es la tranquilidad del orden, es decir, cuando las cosas están organizadas de manera que se hace justicia a todos”.
Eso no será tarea fácil y ciertamente el orden que rigió desde 1945 hasta ahora no lo consiguió por completo. Pero consiguió bastantes cosas: aliados firmes, tratados que se respetan, un cuidado especial por la integridad territorial de los países y su autodeterminación, convenciones de guerra, un puna alianza transatlántica de seguridad como la OTAN, promoción del libre comercio con el GATT primero y la OMC después, una arquitectura internacional como la ONU, que tiene sus notorias falencias pero que ayudó a evitar una Tercera Guerra Mundial y permitió el desarrollo del comercio que sacó de la pobreza a cantidad de países. Estados Unidos, además, fue responsable directo de la reconstrucción de Europa y Japón, ambos destruidos en 1945. Luego el comercio se extendió a muchas naciones de América, Asia y Africa. Muchos países y buena parte de la población mundial salió de la pobreza y encontró camino al desarrollo.
Pero ¿está Trump persiguiendo exclusivamente el interés nacional de Estados Unidos y dejando por el camino, cuando corresponde, a viejos amigos y aliados? Difícil decirlo pero por ahora lo que se ve es que trata con mayor deferencia a Rusia y a China que a sus aliados y amigos. Será porque Trump prefiere el poder y el ego a la debilidad. O será por otras razones que hoy cuesta visualizar y comprender.
Pero lo cierto es que como bien decía The Economist la semana pasada, “Trump está destruyendo décadas de duraderos intereses americanos y sustituyéndoles por sus preferencias personales”. No son los intereses de los Estados Unidos los que están primando, sino las preferencias personales del ocupante actual de la Casa Blanca.
Y si alguien tiene dudas, basta ver el caso de Canadá. Allí no hay problemas de guerras, ni de influencia rusa, ni conflictos milenarios como en Medio Oriente. Pero Trump tiene una obsesión: anexar Canadá.
Lo dijo v arias veces y lo repitió claramente el martes 11 de marzo cuando amenazó con duplicar el aumento de aranceles. “Lo único que tiene sentido es que Canadá se convierta en nuestro querido Quincuagésimo Primer Estado. Esto haría que todos los aranceles, y todo lo demás, desapareciera por completo. Los impuestos de los canadienses se reducirán sustancialmente, estarán más seguros, militarmente y de otro tipo, que nunca antes, ya no habrá un problema en la frontera norte, y la nación más grande y poderosa del mundo será más grande, mejor y más fuerte que nunca, y Canadá será una gran parte de eso. ¡La línea artificial de separación trazada hace muchos años finalmente desaparecerá, y tendremos la nación más segura y hermosa en cualquier parte del mundo, y su brillante himno, Oh Canadá, continuará sonando, pero ahora representando a un GRAN y PODEROSO ESTADO dentro de la nación más grande que el mundo haya visto jamás!”,
Nunca estuvo en el interés de Estados Unidos anexar a Canadá, país independiente desde 1867 y una de las siete economías más desarrolladas del mundo. Pero incorporar Canadá como quincuagésimo primer estado sí está en el interés de Trump, de su egolatría y de su megalomanía.
Es cierto que el viejo orden internacional vigente desde la Segunda Guerra Mundial, basado en el respeto a la integridad territorial y a los tratados vigentes, presenta falencias en su andamiaje institucional y requiere reformas para adaptarse a las nuevas realidades geopolíticas y desafíos globales. Pero no hace falta destruirlo de golpe y llevar al mundo a una carrera armamentista, a un bloqueo comercial y a la proliferación nuclear como medio de autodefensa. A nadie beneficia eso y nos lleva a un mundo donde la confrontación sustituye la cooperación y donde predomina la ley del más fuerte.