¡Qué bronca produce no haberse equivocado!
Me refiero, querido interlocutor desconocido, a ciertas prevenciones sobre lo que viene que expresé en mi anterior columna.
Bueno, no tiene por qué haberla leído.
Trataré de resumirla, sin provocarle gastritis por redundancia, advirtiendo apenas que ya la realidad está dando ejemplos de que la transición en el gobierno no será tan pacífica ni clara en su proyección hacia políticas de Estado que el país exige, desde ahora y más hacia lo porvenir, si quiere tener futuro.
Esto me ha recordado una elección en Trenque Lauquen, Tucumán, a mediados de la década de 1980, donde los dos candidatos principales terminaron con la misma cantidad de votos –exactamente 7.839- al final de todos los conteos y controles legales. Mientras se desesperaba por el voto faltante, que en algún sitio debía estar y al final apareció un par de días después, los políticos y los ciudadanos, repartidos en estrictas mitades, en lugar de buscar entendimientos porque cualquier otra actitud llevaría al abismo, se preocupaban de alimentar la desconfianza, la intolerancia y el resentimiento.
Entonces ocurrió una anécdota, absolutamente verídica, que merece recuperarse aunque se haya perdido en las nieblas del olvido. En un bar de la localidad, los parroquianos, cansados de discutir, pasarse facturas y desearse lo peor, salieron a la calle y se toparon con un viejito, sentado en un cajón, tomando mate.
-¡Mirá éste! Con el quilombo que hay, tranquilo como mosquito en Alaska…
-Che… ¿habrá votado éste? ¿Y si es el que falta?
Uno del grupo se le acercó: -Decime, ¿vos votaste?
Y el viejito cerró la escena como si la hubiese escrito Darío Fo: -Bueno…, no me acuerdo… ¡Yo soy loco, nomás!
-¡Puta! ¡Viejo de mierda…!
Enseguida –ni siquiera dejando sitio a la risa o a la vergüenza- el grupo volvió a enzarzarse en cruzadas andanadas de malas ondas.
Cuando al fin apareció el voto que se había “ausentado”, la transición fue entre patética, grosera y descacharrante. Por algo Trenque Lauquen semeja hoy uno de esos pueblos abandonados del desierto.
Bertrand Russell pasó gran parte de su vida enseñando que los buenos sentimientos con el prójimo son no sólo un deber moral sino una condición de supervivencia. Sobre esto escribió:
-Un cuerpo humano no podría vivir durante mucho tiempo si las manos estuviesen en conflicto con los pies y el estómago con el hígado. En este aspecto, las sociedades se van pareciendo cada vez más al cuerpo humano y, si hemos de seguir existiendo, tendremos que adquirir buenos sentimientos dirigidos hacia el todo, del mismo modo que, individualmente, los dirigimos hacia nuestro organismo y no sólo hacia una o dos partes del mismo.
Dejo a un lado, por el momento, las referencias a peripecias lejanas y a filosofías que todos conocen, e incluso al sentido metafórico con que las empleo. El punto decisivo está en la actitud, recta o no, en el cruce entre aquellos que se van y los que entran, más su compromiso hacia el futuro en una misma dirección y con herramientas debidamente consensuadas.
Y ahí está la cosa.
No veo nada claro. Ni por aquí, ni por allá. Me produce una sensación de incomodidad y de temor.
Si los señores responsables de tomar las decisiones clave para la nación empiezan a regodearse en las zancadillas, en las mentirillas, en el “así como te digo una cosa te digo la otra”, el mal llamado “paisito” se irá a la mismísima mierda.
Y los contribuyentes con un mínimo de sentido común añorarán el Oráculo de Delfos, porque tampoco lo tendrán. En él, los griegos, en caso de apuro y al decir de Manuel Vicent, “sacrificaban una paloma y el oráculo les soplaba cómo salir del lío”.
Creo que, al mirar alrededor, y sin que de todos modos tengamos esta posibilidad, nos veo más cerca de los romanos, que le abrían las tripas a un cabrito y en sus entrañas consultaba adónde ir.
La responsabilidad nos abarca a todos.