El pintor que predica por Nelson Di Maggio
La pintura uruguaya actual está conquistando lentamente, a través de algunos representantes, una indudable jerarquía. Ciertos factores han incidido en esta bienvenida situación. Nunca como hasta ahora, las galerías habían ostentado una actividad tan regular y periódica ni tan numerosas habían sido las salas de exposiciones (cuatro oficiales y diez privadas, sin contar las muestras esporádicas alojadas en locales imprevisibles). La casi totalidad de los diarios jamás habían contado con un crítico de arte permanente, como sucede en la actualidad, que por sí solo ya no puede cumplir con el material abundante que se le ofrece cada quince días. El acontecimiento máximo de otros años, el Salón Nacional, ha sido prontamente reemplazado por el Salón Municipal, que renació bajo un signo (ma non troppo) de vanguardia y rigor. Las instituciones particulares son las triunfadoras del momento, presentando una revisión de valores del pasado y el presente, el lanzamiento de jóvenes habitualmente postergados por el oficialismo y, en especial, el gran incremento que han tomado las exposiciones del exterior. En menos de un año, Montevideo tuvo el desusado privilegio de recibir a las figuras máximas del arte contemporáneo (Alberto Burri, Antonio Tàpies) y varias colecciones privadas extranjeras y nacionales, que permitieron un acercamiento directo con las obras originales. Por primera vez el Uruguay llega a conocer, en tiempo y forma, las principales corrientes de la vanguardia europea, evitando las conclusiones deformadoras que se deslizan a través de las bellas (y mentirosas) reproducciones. Es más. Aun quien realiza ese ansiado viaje a los centros artísticos de Europa no es fácil que encuentre oportunidad y reposo suficientes para enfrentarse con el arte actual: los antiguos prestigios suelen conducirlo por comparaciones equivocadas. En cambio, se puede tener el argumento consolador, que desde aquí se puede gozar, en la ardiente contemplación diaria, el singular aporte que entraña el informalismo.
Américo Spósito, un pintor «fuera de serie», no pertenece a la esfera de los funcionarios del arte nacional
Este aumento de actividad plástica ha repercutido industriosamente entre los creadores vernáculos. En lugar de trabajar en función de ese maldito premio que le prometieron en el Salón, poniendo las últimas pinceladas sobre la tela en el último minuto en que vencía el plazo de entrega, hoy existe una actitud más seriamente comprometida con la creación artística. Pero todavía estamos lejos de escapar a la esfera de los funcionarios del arte.
Precisamente, Américo Spósito es uno de esos pintores nacionales absolutamente fuera de serie. Fue el primero en alcanzar una distinción internacional (Bienal de San Pablo, 1955); obtuvo el Primer Premio en el Salón Sureña (1956); compitió en el importante Premio Di Tella (Buenos Aires, 1961) y acaba de triunfar, en reñido cotejo, en el Premio Blanes, instituido por el Banco de la República. No siempre los títulos obtenidos consagran la autenticidad creadora, pero en el caso de Spósito no hacen sino confirmar un talento notorio.
Dibujar a Carlos Gardel fue su primera muestra de una vocación
Spósito nació en Montevideo el 29 de marzo de 1924, siendo su madre una tierna gallega y su padre un modesto obrero. El barrio humilde en el que creció no le puso obstáculos a una extraña, temprana, vocación: dibujar. Dibujaba retratos de Carlos Gardel, de Joe Louis, de Eleonora Duse, los ídolos más publicitados que impresionaban sus ojos infantiles. Un día, alguien le pidió uno de esos retratos y, satisfecho de la habilidad del niño, lo incitó a estudiar en la Escuela Italiana, ante el beneplácito de sus sorprendidos padres por la retribución insólita que recibiera el hijo. Allí enseñaban los profesores Goffredo Sommavilla y Enzo D. Kabregú, con quienes aprende los rudimentos del dibujo académico, conquistando una distinción por una obra ejecutada en el pizarrón de la escuela. Una colección de reproducciones y la visita al taller de Domingo Giaudrone fueron sus entusiasmos primerizos, pasando a estudiar luego en el Círculo de Bellas Artes, con José Cuneo.
Amigo de bohemia de Javiel Cabrera, juntos se interesaron por el período azul de Picasso, esas efusividades sentimentales del genial malagueño; compartía también la devoción amical con los poetas Picatto y Parrilla. De esa desparramada y contagiosa bohemia adolescente pasó a la severa disciplina impartida por Joaquín Torres García; el contacto fue decisivo, estudiando alrededor de un año con el Maestro. Con una carta de presentación de Torres partió hacia Melo en calidad de profesor de dibujo. Conoce a Élido Marin, discípulo del Taller, y con él empieza a profundizar el significado de las teorías constructivistas. Permanece diez años en la capital de Cerro Largo y se casa. Pero en la monótona uniformidad de esos días pueblerinos acontece un hecho fundamental en su vida.
Una tarde llegan a su casa los miembros de la congregación religiosa Testigos de Jehová, ofreciendo revistas y folletos, en los que se insertaban fragmentos de la Biblia analizada, con la seductora esperanza de acceder a la palabra de Dios. «Yo me aferré a esa gente que me ofrecía literatura bíblica —confiesa Spósito—, porque, así como en mis estudios de la geometría descubría una realidad constante, en el Verbo intuía la Verdad.» Todo se convirtió en una verdad a revelar y esa ansiedad por lo desconocido se canalizó en un potente sentimiento religioso. Como Van Gogh, un buen día tuvo la necesidad de predicar, de estar en los demás con la intensa alegría de un sentimiento compartido. De puerta en puerta, hablando de Dios, descubría a los hombres. Y en ese ejercicio de la predicación se desmundanizaba, reencontrando la inocencia perdida, horadando el desamparo horrible en que se vive, la ausencia del amor, el dogmatismo paralizante y embrutecedor, «porque el hombre necesita de la fe: la que cada uno debe realizar».
¿Por qué esa febril ansiedad de recorrer los suburbios de la ciudad, los ranchos a orilla de la carretera? Porque para él, «el dibujo del natural lo encuentro en la vida, predicando». Cierta vez le impresionó hondamente uno de los miembros de la congregación, un alto y fornido americano que regresaba a Texas y su presencia se identificó con la imagen de Jackson Pollock, el admirado pintor que renovara abruptamente los métodos de creación plástica.
En Melo recibió la noticia del premio obtenido en la III Bienal de San Pablo, realizando inmediatamente un viaje a Brasil, que modificaría sensiblemente sus conceptos estéticos. A partir de 1955 se radica en Montevideo.
La palabra como instrumental de una acción que revela al hombre
Una charla con Spósito supone el encuentro con el asombro, las contradicciones, las alocadas imágenes, un torrente vertiginoso de anárquicas, desatadas metáforas. Sea en largos y elípticos monólogos, donde las más agudas reflexiones artísticas se ven trastornadas por irreprimibles trivialidades, o en un diálogo restallante donde la discusión adquiere contornos absurdos y/o angulosos, diluidos en una frase, una interjección o un gesto definitivo. De esa palpitante vitalidad está conformado el hombre; de ella se nutre la invención del artista.
No siempre las declaraciones de un creador allanan el camino para comprender su obra; casi siempre se convierten en corredores que conducen a puertas falsas. Tampoco suele ser aclaratoria su biografía, siempre y cuando se trate de extraer una relación causal entre lo vivido y el artificio creado.
La crítica ha explorado esas fáciles equivocaciones o ha tratado —vanamente— de explicar el fenómeno estético en función de elementos ajenos a la obra misma (historia, moral, religión, política, sentimiento, etc.), sin advertir que lo único susceptible de análisis son los fundamentos en que se basa el artista, no la creatura que se le aprehende por una iluminación súbita del espíritu, en un acto de comprensión que va más allá de toda premisa intelectual. «El artista es una capacidad crítica desenvuelta a la vida y esta, como la pintura para el iniciado, es un secreto. Nada está resuelto: el hombre es una situación nueva frente al mundo. Busco esclarecer la voluntad de Dios. El arte es la confección del misterio. El ser no se funda con la razón sino con el amor. Un ser es una constante revelación.» Son algunas frases que, ahora indebidamente agrupadas, se deslizan a lo largo de una desmadejada conversación con el pintor. Frases que desprendidas de su contexto natural aplacan el atropello vital que las impulsa, las condiciona, les da forma. Pero son altamente significativas para adensarse en su provocativo espíritu. Pues Spósito es uno de los pocos artistas nacionales que utilizan la palabra como una imperiosa necesidad expresiva, como un instrumental de la acción; a través de ella documenta una situación personal. Estar en contacto con Spósito es asumir una disponibilidad peculiar que obliga a una permanente gimnasia de la inteligencia y la sensibilidad, trastocando los carriles habituales de la razón y de la lógica. Tan incitante es, que, aun en los laberintos de las más erráticas digresiones, se siente la presencia viva de un ser que se realiza. Y todas sus teorías, personalísimas y arbitrarias, mechadas con las últimas lecturas realizadas o con los espectáculos vistos, no apuntan (aunque se lo proponga) al valor de la obra. Es una creación independiente, autónoma, desflecada y tierna, ingenua y exultante: la obra pintada sigue otro discurso, más cerrado y elusivo.
Discípulo de Torres García, abandona al Maestro para desnudar la pintura
En sus comienzos Spósito pagó tributo a la rutina académica imperante en el ambiente, sin renunciar a su cuota personal. Una deliberada actitud sentimental se proyectaba en los paisajes y retratos de la primera época, cargados de referencias literarias y anecdóticas. Un naturalismo tímido que más bien escamoteaba el punto de apoyo de que partía, para buscar una expresión emotiva; más que la presentación de formas que aludían a seres humanos, le interesaba una relación plástica. Alguno de esos retratos explicita rudimentariamente su posterior etapa de los ritmos encontrados.
Cuando conoce a Marin, discípulo de Torres García, se inicia otro período con el estudio de la geometría, las relaciones rítmicas y el número de oro a través de los libros de Matila Ghyka.
Y si bien es cierto que las enseñanzas torresgarcianas le habían abierto posibilidades amplias dentro de la pintura tonal, acorde con su temperamento, una afirmación de la libertad lo lleva a rechazar al Maestro. Entonces abandona las estructuras ortogonales, pacientes y analíticas —hizo una descomposición del dodecaedro que puede tomarse como el adiós al formulismo—, y levantando la piel de los cuadros deja al descubierto su trama, su carne viva.
Con fanática predilección se orienta hacia una exploración de las posibilidades rítmicas y trata de extraer la verdad que subyace en la fría geometría. Penetrar el aparente orden y las sabias arquitecturas, para develar los impulsos originales. «Yo quería saber qué era una estructura», y unos rollos de pianola encontrados al azar precipitan sus inquietudes especulativas, su ansiedad de saber, la imperiosa necesidad de encontrar una nueva indagación metodológica. Desaparecen todos los elementos figurativos de la realidad natural y modifica de tal manera la estructura física del cuadro, que este se torna imagen de ritmo. Vuelve a predominar el dibujo: líneas paralelas orientadas en dirección y movimiento opuestas a otras series, inmersas en una sostenida vibración tonal. Se diría que encuentra una etapa musical, al despojar a las imágenes de toda filiación particularizante, ya que el ojo del espectador no se detiene en ningún aspecto individual del cuadro, sino que lo apresa en su totalidad. Utiliza la témpera, en lugar del óleo, que le permite plasmar rápidamente las ideas y donde la fluidez del pincel, la levedad de la sustancia, contribuyen a formar finas transparencias. Si existe un orden en estas series geométricas desencadenadas, no es ciertamente el que construían los pintores renacentistas, aunque todavía no se enderece con claridad hacia una nueva ecuación espacio-tiempo. La figuración y la perspectiva están abolidas y la imagen debilitada se convierte en un ritmo pausado y diferenciado; pero subsiste una actitud espiritual de viejo cuño que lo une al pasado: el organicismo que ensambla los planos, el temblor romántico de su paleta de ocres, el sentido constructivo del cuadro. Evidentemente le importaba más una concepción del espacio que explicitación del tiempo.
Una obra escasa y limitada, porque Spósito cree en la investigación
En 1958 se realiza en Montevideo una gran exposición de Víctor Vasarely, uno de los principales representantes del movimiento concreto, y un crítico expone una teoría relacionando sus estructuras plásticas con los espacios topológicos de la moderna geometría, en la que los conceptos cuantitativos han sido desterrados (esencia de las geometrías métrica y proyectiva), dando paso a la intuición geométrica y a lo puramente cualitativo. Toda una teoría de la percepción surge ante las incesantes investigaciones de Spósito. Comenzó a desarrollar variaciones sobre el tema del positivo-negativo, piedra miliar de la estética vasareliana, pero sin referirlo a paradigmas ideales. No podía durar mucho este interregno, fruto de la lucidez y del supremo despojamiento, el castigado rigor y la sublime abstracción. «El intelecto es policial», comentará Spósito, y a pesar de perseguir con devoradora pasión la entraña de las formas, a través de demorados análisis en el divisionismo y en Manet, en definitiva no es un racionalista. No hay lugar a engaño. No es un pensador sistemático, aunque su lápiz recoja en innumerables cuadernos apuntes de formas plásticas ajenas y lejanas. Lo que busca es problematizar su propio quehacer creador, confrontando unas formas con otras. Claro está que esta posición lo lleva a distraerse de la creación absoluta, frenando la continua práctica diaria. Y siendo audaz en los planteamientos, no frecuenta el riesgo ante el blanco cuadrado de la tela. De tal modo su obra es escasa, limitada.
Las influencias que modificaron su pintura no han cambiado al hombre
La influencia de Vasarely aparece totalmente metamorfoseada en las obras denominadas Topos, ejecutadas con trazos de arpilleras e incorporación de otros materiales, perforados, quemados. Son cuadros probetas, trabajos de laboratorio, que le permiten, sin embargo, el tránsito de lo pictórico a lo plástico, del cuadro a los objetos. La aventura tiene sentido, pero no siempre el autor trasciende el plano experimental, al escamotear la experiencia por el producto desfibrado de la misma. Prueba evidente de que Vasarely había actuado como un poderoso antídoto en su camino hacia la autenticidad. Pero se sabe que las ideas no recorren simétricos senderos, que hay meandros en su decurso, tropiezos y retrocesos, hasta que aparecen de improviso.
Ese reencuentro se produce más adelante. La visita del escultor español Jorge de Oteiza a nuestro país, con su metafísica del espacio desocupado, el contacto con Georges Mathieu en Río de Janeiro y su replanteo semántico, las ideas de Antonio Saura sobre la pintura de gesto y el reciente impacto de Antonio Tàpies son los factores catalizadores de una actividad renovada.
Así, coincidiendo con los artistas mencionados, Spósito desemboca en el informalismo; un informalismo sui generis, claro está.
Temeroso de asumir su libertad se recuesta dramáticamente en el laberinto de su mundo individual, poblado de alucinantes desgarramientos. Acentúa la sordidez de su paleta, manejando los negro mate y brillante, los negros verdosos, descubriendo canales, puntos de apertura, que conducen hacia estructuras de comportamiento. Las pinceladas se funden, conformando campos topológicos, de una urgente sensualidad, animadas de una dinámica interior sostenida. El tiempo se convierte en el protagonista del cuadro y el «contemplar en un hacer», como diría Jorge Romero Brest. Pues al enfrentarse con la obra de Spósito, el contemplador la trasciende como imagen hacia un existir que no es el del artista ni el del mundo conocido, ya subsumidos en el pasado, sino el mundo propio del cuadro, un continuo presente sin fecha ni duración.
Son tan mínimos los elementos que brinda Spósito a través de sus cuadros, que un espectador distraído no advierte la situación existencial que se le propone. Es indispensable una pausada contemplación de varias obras, la reiteración obligada, amorosa, mansa y desprejuiciada. Si no se penetra con esfuerzo, sofocando las subjetividades de cada contemplador, sin tratar de buscar significaciones o explicaciones tranquilizadoras, la obra de Spósito permanecerá cerrada a todo diálogo. Lo que significará obliterar el mensaje de un hombre que busca trágica y gozosamente a la vez, un absoluto, desentrañando el ser de las cosas.
(Entrevista publicada en la revista Reporter Vol. II, N.o 24, 4/10/1961.)
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