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El sentido por Hoenir Sarthou

El sentido por Hoenir Sarthou
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La entrevista al polémico narcotraficante Sebastián Marset, en el programa “Santo y seña”, alcanzó entre 24 y 26 puntos de rating. Eso significa que fue vista en directo por entre 120.000 y 160.000 hogares uruguayos, cifras más que inusuales para nuestra TV.
¿Por qué un presunto delincuente, al que se atribuyen homicidios, tráfico de sustancias ilícitas, falsificaciones y vinculaciones corruptas con autoridades de varios países, despierta tanto interés?
Es sabido que la transgresión atrae. El sujeto común, que no se atreve a desafiar las normas ni las exigencias sociales, encuentra un secreto placer en admirar al delincuente exitoso, al bandolero, al matrero, al gangster.
También es cierto que la figura de Marset aparece como un eslabón de redes de corrupción que ligan al crimen organizado con autoridades públicas de varios países, lo que atrae aún más atención, porque evidencia quiebres de una institucionalidad formal en la que ya es difícil creer.
Pero, ¿alcanza eso para explicar el rating extraordinario de la entrevista, y el tiempo que le siguen dedicando a Marset la prensa y las conversaciones diarias?
Hay una noción que recibo, en distintas formulaciones, varias veces por semana. Se expresa en frases como “Estamos muy mal”, o “La sociedad está enferma”, o “Estamos todos locos”, o “Es una crisis “civilizatoria””, o, la más divertida: “Que venga de una vez el meteorito”.
No es mi propósito convencer a nadie sobre la verdad o falsedad de esos diagnósticos. Lo que me interesa es que transmiten la difundida sensación de que algo anda muy mal en lo colectivo.
Hasta casi mediados del siglo pasado, el Uruguay era un país y una sociedad en formación. La inmigración europea, mayoritariamente española e italiana, desembarcaba con una mano atrás y otra adelante, pero con algunas ideas muy claras: trabajar a brazo partido, ahorrar, comprar una casa, aprovechar la enseñanza gratuita para que sus hijos tuvieran una educación y una vida mejor (“mi hijo el dotor”), y finalmente acogerse a una seguridad social que les brindara una vejez digna.
El Estado y el sistema institucional de la primera mitad del Siglo XX estaban diseñados para que eso fuera posible. la relativa debilidad del patriciado local, la voluntad de terminar con las guerras civiles, la escasa población, la necesidad de recibir inmigrantes laboriosos, la enseñanza vareliana, los liceos públicos, la UTU, la enseñanza terciaria gratuita, la legislación laboral, el Banco Hipotecario y el sistema de previsión social, hacían posible que trabajo, vivienda, educación y seguridad social se presentaran como metas alcanzables, para que gente muy pobre pudiera lograr una vida decorosa y soñar con metas sociales muy elevadas para sus hijos.
Consideradas individualmente, esas posibilidades pueden parecer básicas. Pero, ¿qué ocurre cuando toda una sociedad comparte el propósito de integrar y dar posibilidades a sus miembros más pobres y recientes, cuando la enseñanza, la legislación, los entes del Estado, las políticas públicas y los discursos políticos se alinean en una misma dirección?
Es simple: hay un propósito colectivo. La sociedad se ordena para la consecución de ese propósito. Entonces surgen principios comunes, solidaridades, creatividades, valoración de los esfuerzos, reconocimiento de los méritos. Disminuyen la violencia, el resentimiento, la frustración y la depresión.
La razón es muy obvia. Un propósito social compartido, una meta común a la que se quiere llegar, dota también de sentido a las vidas individuales. No es que un individuo no pueda dar sentido a su vida por sí mismo. Pero es mucho más difícil en solitario. Somos seres gregarios y sociales. El clima colectivo determina mucho a nuestras vidas individuales.
Cada vez que intento ejemplificar esta situación me viene a la mente una imagen. ¿Vieron cuando la selección uruguaya de fútbol juega un partido por la copa mundial? Bueno, a eso me refiero. Un objetivo común, deseado y buscado por todos, obra milagros en los ánimos y en las relaciones entre las personas.
¿Cuál es hoy el objetivo en común de la sociedad uruguaya?
¿Producir celulosa? ¿Transformar el agua de los acuíferos en metanol? ¿Entregar el mayor puerto del país a una empresa extranjera? ¿Inocular a toda la población con un producto que no sabemos qué es y que en los últimos dos años coincidió con 9.000 y 6.000 muertes más de las habituales? ¿Recibir préstamos del FMI para rebajar las jubilaciones? ¿Aceptar préstamos del BID y del Banco Mundial para consolidar a la enseñanza como un aguantadero de gurises que no aprenderán a leer, ni a escribir, ni a calcular, ni a razonar como es debido? ¿Seguir agrandando una deuda pública que, entre capital e intereses, supera los 70 mil millones de dólares y nos condiciona a tomar nuevos malos negocios para poder seguir pidiendo prestado?
¿Quién decidió esas políticas? ¿Hacia dónde nos llevan?
Según el censo de este año, los fallecimientos aumentaron y los nacimientos disminuyeron. Por primera vez, nace en Uruguay menos gente de la que muere. Es lógico, ¿quién puede engendrar y criar en plena incertidumbre? Y digo más, ¿quién puede planear, educar, invertir, trabajar, ejercer una profesión, legislar, juzgar o gobernar si no sabe hacia dónde va ni qué nos espera? ¿Quién puede sentirse optimista, solidario o esperanzado con ese panorama? ¿Quién puede ser feliz sintiéndose actor de reparto en una obra cuyo libreto se escribe muy lejos y cuyo final desconoce?
Se ha hablado hasta el cansancio sobre los efectos económicos, legislativos, políticos y ambientales del modelo de transnacionalización de nuestra economía, de nuestra tierra, de nuestra agua y de nuestros recursos naturales o estratégicos.
En lo que no se ha reparado, ni poco ni mucho, es en los efectos anímicos que ese modelo tiene sobre la población.
Reitero: sin una meta social compartida y deseable, elegida o aceptada por sus protagonistas, las vidas individuales difícilmente encuentren sentido. Algo les falta. Llámenlo “calor”, “solidaridad”, “alegría”, “proyecto”, “vida compartida”. Llámenlo como quieran. Yo prefiero llamarlo “sentido”.
El fugaz estrellato de Marset no es casualidad. Cuando la realidad vital carece de sentido, el sinsentido puede llegar a ser idolatrado.

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