La historia del príncipe Hamlet ha sido interpretada durante siglos de forma tan diversa que parece una fuente inagotable de especulaciones. Pero estas interpretaciones no han sido gratuitas, en general son un punto de partida para discutir características de las sociedades en que se realizan esas lecturas. Máquina Hamlet (escrita en 1977), la apocalíptica versión del alemán Heiner Müller, es una de las lecturas más polémicas y subversivas que se conocen. Particularmente interesante fue también la versión cinematográfica del finlandés Aki Kaurismaki Hamlet goes business (1988), que ubica a Hamlet en la sociedad contemporánea, haciéndose cargo de una empresa a punto de la quiebra que ha heredado de su padre. La traducción de Kaurismaki es relevante, porque carga a Hamlet con obligaciones y responsabilidades ajenas a su origen aristocrático y, en clave de policial, pone al dinero como el motor central de sus acciones, “secularizando” al original.
En nuestra ciudad se han visto innumerables versiones de esta historia. La versión del original más completa que recordamos fue la dirigida por Gabriela Iribarren en 2009, en donde Álvaro Armand Ugón interpretaba al príncipe de Dinamarca. Una versión también tradicional se puede ver en este momento en El Galpón, con Rogelio Gracia como Hamlet. También hemos visto variadas versiones de la famosa lectura de Müller, como la realizada en 2012 por María Dodera con Maiana Olazábal como protagonista. Recientemente recordamos La venganza bastarda (2019), una versión de Ana Pañella que tenía como centro una investigación sobre la venganza como una obligación que el padre de Hamlet impone a su hijo. La versión de Pañella estaba atravesada también por una indagación sobre los límites entre justicia y venganza. Thelma, anagrama de una tragedia, fue un trabajo en proceso dirigido por Rodrigo Spagnuolo que se presentó en el Teatro Stella a fines del 2020. En Thelma estábamos ante un Hamlet trans inmerso en una familia endogámica y decadente que, ensimismada en sí misma, solo espera su destrucción..
En Ojalá las paredes gritaran, estrenada en 2018 en Buenos Aires, Paola Lusardi parece detenerse en una lectura de Hamlet más edípica. “Hamlet es ahora millenial” se nos dice desde el programa de mano, y ya ubicamos a este príncipe posmoderno, hijo de una familia de clase alta que sin embargo carece de cualquier atisbo de refinamiento. Este Hamlet contemporáneo, como el de Kaurismaki, se ve en la necesidad de hacerse cargo de su vida, de trabajar, pero esquiva la responsabilidad que su tío Claudio y Polonio le ofrecen. Fiel a sus características generacionales, y de clase, el Hamlet de Lusardi aparece y se expresa al ritmo de la música electrónica más hipnótica y se comunica a partir del lenguaje digital que le resulta natural. Parece no haber posibilidad de concebir actividad alguna por fuera de esos parámetros tecnológicos. Pero lo que más llama la atención de esta versión es la misoginia de Hamlet. Si bien rechaza la desagradable angurria de su tío Claudio, el centro de su desprecio es su madre Gertrudis, de quien afirma: “Mi madre no sabe hacer nada, Horacio, su única obra soy yo, y soy una bestia”. También se anula en esta versión la personalidad de Ofelia, lo que completa una lectura en que los impulsos masculinos ciegos y torpes dominan el escenario.
Lisardi cuenta que Ojalá las paredes gritaran surge de un proceso académico que se nutre tanto de la historia de Shakespeare como de un análisis del psicoanalista Jacques Lacan sobre Hamlet. Parece claro que hay un sinfín de capas que se han ido entretegiendo y que ya no es posible intentar identificar. Sí podemos afirmar que aquí Hamlet es claramente un sígno que expresa una insatisfacción existencial con el contexto de abundancia en el que se inserta. Pero ese contexto familiar es francamente decadente, teniendo como intérprete clave a Claudio, encarnado por el ex Hamlet Armand Ugón. Este Claudio desagradable y excesivo no parece sin embargo el villano típico, y anula cualquier intento de justificar la conducta de Hamlet. Aquí la locura, la insatisfacción y la venganza surgen del propio contexto social, no de una responsabilidad individual. Puede haber impulsos de venganza, pero ya no hay injusticias que atacar.
En su primera versión este espectáculo se presentaba en un apartamento, lo que ubicaba al espectador como un espía de esa familia en descomposición. En el traslado a un escenario como el Solís inevitablemente hay pérdidas, pero se gana en la posibilidad de apreciar en su globalidad la propuesta plástica. La escenografía prácticamente se reduce a una mesa que sirve tanto de tarima como de espacio para banquetes. El elenco, nuevo en esta versión montevideana dirigida por la misma Lisardi, traduce las neurosis de sus personajes desde la propia materialidad corporal. Quien se destaca es Carla Moscatelli interpretando a una Gertrudis que camina entre la soberbia autosatisfecha y la incomprensión, entre la brutalidad y el deseo ciego que se apodera de su cuerpo.
Ojalá las paredes gritaran fue otra obra de temporada corta a fines de febrero, esperemos podamos tener nuevamente en escena a este Hamlet posmoderno, víctima mucho más de su propio contexto social que de asesinos inescrupulosos en las sombras.
Ojalá las paredes gritaran. Dramaturgia: Paola Lusardi. Colaboración en dramaturgia: Leila Martínez y Andrés Granier. Dirección: Paola Lusardi. Asistencia de Dirección:Francisco Barceló y Camila Parard. Elenco: Álvaro Armand Ugón, Carla Moscatelli, Damián Lomba, Fiorella Bottaioli, Gustavo Antúnez y Martín Pisano. Diseño de escenografía: Fernando Scorsela. Diseño de Vestuario: Carolina Cutaia. Diseño de iluminación: Martín Blanchet y Tabaré Dávila. Música original: Mateo Schreiterer y Tomas Melillo. Colaboración musical: Ignacio Cantisano, Kchi Homeless y Martín Pisano. Coreografía: Lucía Facio. Maquillaje: Estudio Lupenni. Comunicación & Prensa: Valeria Piana. Fotografía: Julmart Bueno.
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