Reflexionar sobre el suicidio implica adentrarse en uno de los territorios más oscuros y complejos de la experiencia humana. No se trata solo de una decisión personal, sino de un cuestionamiento profundo que toca las fibras más íntimas de nuestra relación con la existencia. Dos filósofos del siglo pasado, el francés Albert Camus y el rumano Emil Cioran, exploraron este tema desde ángulos distintos pero complementarios. El primero veía en la confrontación con el vacío una forma de rebelión que, paradójicamente, reafirma el valor de vivir. El segundo, en cambio, encontraba en la mera posibilidad de abandonar la vida un consuelo paradójico que permite soportar la insoportable levedad del existir. Navegar ese espacio delicado donde chocan la voluntad de seguir adelante y el deseo de rendirse, será el cometido de esta columna.
Al comienzo de “El mito de Sísifo” (1942), Camus afirma que “No hay sino un problema filosófico verdaderamente serio: el suicidio”. La fuerza de esta declaración reside en su crudeza y en su capacidad para desarticular las certidumbres sobre las que se ha edificado el pensamiento occidental, obligándolo a enfrentarse a lo irremediable. La cuestión del suicidio no es solo un acto extremo, sino el síntoma de un malestar metafísico. Cuando el ser humano, en su búsqueda de coherencia, tropieza con el silencio del universo, el absurdo aparece como la única verdad incontestable. Y entonces, frente a esa revelación, la tentación de la nada se vuelve lógica, casi racional. ¿Para qué persistir en un drama sin guión, en una lucha sin victoria posible? Su posición es una de lucha constante, un desafío que no promete ninguna recompensa final, pero que se presenta como un acto de libertad ante la fatalidad de la condición humana. No niega la muerte, pero la rechaza como respuesta, optando por la vida como una afirmación de la existencia frente al absurdo que la define. El suicidio, para él, es una “solución fácil” que no responde a la cuestión del absurdo, sino que la elude.
Cioran, sin embargo, toma el sinsentido como una condena irrevocable. Para él, la vida no tiene ninguna justificación que no sea el continuo desgaste hacia la muerte, la cual siempre está presente, esperando su momento. En sus “Silogismos de la amargura” (1952), da cuenta de una desesperación plena, una desesperación que, lejos de ser una forma de locura, es el reconocimiento de la finitud humana como algo insalvable. La libertad, para Cioran, no reside en la rebelión ante el absurdo, sino en la capacidad de mantener abierta la posibilidad del suicidio como una opción siempre presente. Es su respuesta más radical, más sombría y, a su manera, más honesta. La ironía amarga de Cioran surge de la conciencia de que, al enfrentarse al sinsentido, la única forma de libertad posible es la de poder decidir la finalización de esa misma vida que lo atormenta. “Sin la idea del suicidio, hace tiempo que me hubiera matado”, escribe, revelando una paradoja: el suicidio como salvavidas, una posibilidad que da estructura a la angustia existencial.
La distancia entre Camus y Cioran no es sólo de tono; es, quizás, una diferencia ontológica respecto al valor que se le concede a la vida misma. Para Camus, vivir es un acto de rebeldía contra el absurdo: el suicidio es una rendición que traiciona la nobleza de la lucha. Para Cioran, en cambio, vivir es soportar una carga cuya gratuidad sólo se vuelve soportable gracias a la certeza de que podríamos, en cualquier momento, renunciar a ella.
¿Es, entonces, el suicidio un acto de desesperación o de lucidez? Camus lo sospecha desesperado, aunque entiende su lógica. Para él, reconocer el absurdo y vivirlo sin apelaciones trascendentes —sin fe, sin refugios— constituye la verdadera lucidez. El suicidio sería una huida, no un enfrentamiento. Cioran, en cambio, ve la posibilidad del suicidio como una lucidez última: no necesariamente ejecutada, pero siempre presentida, siempre latente. No se trata de morir, sino de saber que podríamos morir: saberlo y, en ese saber, ser más libres. La desesperación y la lucidez no son, por tanto, categorías opuestas en este terreno; más bien, son estados que se rozan, que se contagian. La desesperación puede abrir la puerta a una visión más cruda y profunda de la existencia, una visión sin velos ni consuelos. Pero esa visión, a su vez, puede tornarse un principio de afirmación —como en Camus— o de renuncia silenciosa —como en Cioran.
¿Existe acaso una sola respuesta posible ante el abismo? El suicidio, ¿es siempre una rendición ciega al dolor, o puede ser también el último gesto de una lucidez insoportable, el acto final de quien ha despojado al mundo de sus máscaras y no encuentra ya razón para permanecer? ¿Se trata de huir, o de afirmar, en silencio, una última soberanía? Camus nos llama a resistir, a sostener la vida aun sabiendo su absurdo, a encontrar en la rebelión una forma de dignidad. Cioran, en cambio, sostiene que hay en la renuncia un consuelo sombrío, una libertad secreta que ningún sufrimiento puede arrebatar. Entre el mandato de la resistencia y la tentación del retiro, entre la afirmación trágica y la ironía desencantada, se despliega el drama esencial de ser humanos.
¿Es la vida, incluso en su absurdo, algo que debemos sostener con obstinación? ¿O existen momentos en que ver demasiado claro nos empuja, no por miedo sino por comprensión, a cerrar el libro de la existencia, porque seguir leyendo solo multiplica el dolor? No hay reglas ni respuestas universales. Cada decisión —permanecer o retirarse— nace del fondo irrepetible de cada conciencia. Tal vez, en última instancia, vivir y morir sean dos formas igualmente profundas de enfrentar el sinsentido que nos habita.