Frasconi, centenario del magistral grabador por Nelson Di Maggio
Celebrar el centenario del nacimiento de Antonio Frasconi debería ser fiesta nacional todo el año. Maestro inigualado del grabado en madera —xilografía—, sus deslumbrantes imágenes estuvieron siempre fuertemente comprometidas con el tiempo que le tocó vivir. De la misma manera que el hombre Antonio Frasconi, hijo de un matrimonio humilde de emigrantes italianos de la Toscana radicado en Buenos Aires, que, a los dos meses de su nacimiento, el 28 de abril de 1919, se radicó en Montevideo. Nació luchador. Contra la injusticia social, contra las contiendas bélicas —todas, no solo algunas—, contra las dictaduras todas, no algunas. Hombre entero, fácil de amistar y de querer. Abierto a los mayores posibles. Un creador conocedor del oficio que condujo el arte de grabar hasta una dimensión insuperable.
Así comenzó desde la adolescencia, a trabajar. De aprendiz de tipógrafo en una imprenta, anticipo curioso de su inevitable futuro; practicó las primeras caricaturas políticas (Hitler, Franco, Mussolini) en Marcha y en La línea Maginot (1939-1940), revista sostenida por los Maginot Brothers (Juan Carlos Petrus, Juan E. Candau, César M. Rapallini, Luis Esteva Ríos y Juan José Díaz). Lector de escritores estadounidenses, aficionado al jazz, familiarizado con las reproducciones de Goya, Daumier, David Low, José Guadalupe Posada, xilografías de Paul Gauguin, los expresionistas alemanes y Carlos González, grabador al que copió la técnica. Mostró sus primeros trabajos, habitual en la época, en las vidrieras del Bazar Zubirí, Aiape y en El Ateneo; hizo envíos a los salones oficiales. Admirador de Nueva York, escribió una carta a la Art Students League y la respuesta fue una beca por dos años. Se marchó a Estados Unidos en 1945. Visitará Los Ángeles, retornará a Manhattan al obtener la beca para pintura mural en la New School for Social Research y más tarde de la Guggenheim Foundation.
Las distinciones se suceden con rapidez. La adaptación al medio, sin embargo, fue difícil. Como tantos otros migrantes, fue lavaplatos y jardinero mientras se dedicaba con entusiasmo a la práctica del estampado en madera que empezó a dominar estimulado por el grabador Yasuo Kuniyoshi, quien marcará una notable influencia a partir de 1948, cambio explícito en el abandono de la anécdota en beneficio de la expresión formal. Un orientalismo invasor se apodera del artista, incluso en la estructura dimensional de la obra que se extiende en sentido vertical a la manera de kakemonos japoneses (opuestos a la makemonos, horizontales, que también empleará); utiliza el planismo en la narrativa y elude la tradicional perspectiva occidental. Antes, en Montevideo, había iniciado una serie de linóleos sobre obreros desocupados, siendo la temática social recurrente en su trayectoria.
En su extensa y fecunda carrera dejó la sabiduría en la diversidad de temas referidos a los escenarios uruguayo y estadounidense, en su doble ciudadanía: realizó muestras individuales y retrospectivas en el Museo de Arte Moderno (MoMA), en la Smithsonian Institution, Museo de Arte de Baltimore, Museo Brooklyn, Museo Cleveland de Arte, Galería Nacional de Washington y en interminables galerías de nivel internacional; se agregan las invitaciones a las bienales de La Habana (Gran Premio), Brno, Puerto Rico, Santiago de Chile, Cracovia, Colombia, Tokio (dos veces, premiado en la 9.ª), Segovia, Liubliana, Tuzla, las dos últimas en Yugoslavia. Un récord imbatible.
Representó a Uruguay en la XXXIV Bienal de Venecia, 1967; volvió con intervalos regulares al país al que se refiere a menudo en sus estampas, desde el sol de la bandera (sonriente, enojado) a los desaparecidos. Arrancó con la primera gran retrospectiva en el Subte Municipal (158 grabados, libros ilustrados y carátulas para disco), 1961; después en 1986 y en 2008 en el Museo Nacional de Artes Visuales (mnav), donde dejó una donación de importantes obras que no volvieron a exhibirse; Instituto General Electric, Losada y Club de Grabado. Recibió el Premio Figari 1999. Ejerció el profesorado en varias instituciones universitarias de varios países e ilustró libros que aumentaron su ya caudaloso prestigio.
En un texto leído por el artista en Library of Congress escribió: «… La dictadura en Uruguay fue larga, finalmente acabando en 1985, cuatro años después de que el artista comenzó el trabajo sobre su opus, Los desaparecidos. Terminado sobre el curso de una década, esta serie de grabados en madera y monotipos, fuerzan a los espectadores a reconocer su propia culpabilidad colectiva, obligándolos a no olvidar […] retrata los horrores de la tortura, del encarcelamiento y de la muerte, mientras que específicamente preserva la memoria de los desaparecidos.» Esta serie, llevada al cine por Eduardo Darino, es de 2006 y Frasconi retoma la temática política de su juventud ahora en brillante elaboración formal, emocionante registro de una época de represión dictatorial alcanza la cumbre de su extensa, prolífica, carrera, predeterminada en su mirada implacable en Los infrahumanos, 1945, carpeta de diez grabados descubierta hace una década en la colección del mnav.
No pasó indiferente ante otros crímenes. La guerra de Vietnam, de Irak, la salvaje violencia policial en las ciudades de Estados Unidos, la discriminación racial, los asesinatos de Federico García Lorca y Sacco y Vanzetti, el atentado 11-S en Nueva York. No deja atrás sus lecturas y la interpretación gráfica de los escritores preferidos: Bertolt Brecht, Edgard Allan Poe, John Dos Passos, John Steinbeck, Isaac Bashevis Singer, Walt Whitman, Henry D. Thoreau, Pablo Neruda, Dylan Thomas, Langston Hughes. La juvenil afición al jazz se manifiesta en los retratos de Bix Beiderbecke, Bessie Smith, Charles Mingus, Duke Ellington, los poéticos cielos poblados de aves migratorias que veía desde la ventana de su residencia en Norwalk. A la mencionada variedad de series y de técnicas (empleó la xerografía con éxito) hay que agregar las ilustraciones para niños, sobresaliendo las premiadísimas Fábulas de Esopo y Grillos y ranas, de Gabriela Mistral.
Quizá la característica más notoria de Frasconi sea su manera de concebir el grabado en series de alteraciones sobre el mismo variado tema para explorar sus posibilidades expresivas. El punto de partida puede ser un puente de Brooklyn, las pescaderías de Nueva York, los labradores de Salinas, una lechería de Foothill, el petróleo, una planta, el mercado de carne, las fábulas ya mencionadas, las estaciones, la emigración de los pájaros, fechados en la década del cincuenta, pero lo que le importa es el inacabable placer de volver al pretexto elegido para penetrarlo desde diversos ángulos y extraer su más rica expresión. En ese insistido, pero nunca repetido tránsito, afina su paciente oficio hasta llegar al virtuosismo, sin regodearse con el material si este tiraniza su capacidad imaginativa.
Es en la plancha de madera, al contacto con la gubia o el cuchillo que se desarrolla el drama creador: la estampa adquiere frescura, una espontaneidad inusual al surgir del encuentro con una resistencia dominada y vencida. Por eso mismo no conviene no detenerse en sus formidables hallazgos de artesano consumado para quien no existen secretos en la veta de la madera; se impone como un artista que intenta comunicar un mensaje a los demás hombres. La aparente contradicción para trascender la materia es engañosa. Puede ser dramáticamente confesional en El cuervo, de Poe, de colores bajos de negros acerados y violetas sombríos, densamente sobrepuestos a un rallado enérgico y rotundo entre los que se inscriben algunos versos y logra una poderosa revelación subjetiva. O en el lado opuesto de esa subjetividad llegar a una suprema síntesis de blancos y negros en Emigración de pájaros, dos planchas encimadas que forman un ritmo obsesionante y dinámico, de conseguida impersonalidad. Frasconi no apela a la comprensión del contemplador, aunque sea claro y distinto en su inmediatez comunicativa, sin códigos indescifrables. Solicita su complicidad. Complicidad con un mundo diáfano y directo, humano y cordial, situaciones dramáticas de violencia ejercida por los hombres sobre los hombres. Acaso los jóvenes del milenio le puedan reprochar su estética de viejo cuño y observen a un supérstite de formas absolutas y definitivas en la maestría del oficio y en la supuesta seguridad de su mundo. Sería opacar el impacto tremendamente vital de avasallante autenticidad creadora, en la denuncia, como Goya o Picasso, de la barbarie de la humanidad en tiempos de cólera.
Que el centenario del nacimiento de un artista uruguayo de tal magnitud universal pase inadvertido confirma el grado cero de la cultura nacional y la inercia de las instituciones que deberían promoverla.
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