Hay una pregunta que tiene gran relevancia en nuestros días: ¿qué lugar ocuparán los sindicatos en la nueva era del trabajo? El trabajo ya no es el mismo, ni su relación con la tecnología, ni su sentido cultural. Sin embargo, los sindicatos —aquella herramienta nacida del dolor y la dignidad obrera— parecen mirar el siglo XXI con los lentes del XX. Nuestro país tiene una larga tradición sindical, y esa tradición, como toda herencia, es también una carga. Los sindicatos nacieron para equilibrar el poder, para organizar la defensa del trabajador frente a la injusticia estructural. Pero ¿qué ocurre cuando el poder se invierte, cuando la estructura se burocratiza, cuando la defensa se vuelve un fin en sí misma? En palabras de Shakespeare, ¿no podría decirse que “el mal que los hombres hacen les sobrevive; el bien, suele quedar sepultado con sus huesos”?
Hoy los sindicatos enfrentan una paradoja que tiene que ver con que su legitimidad histórica convive con un desgaste cultural. Por un lado, son garantes de derechos; por otro, se perciben —cada vez más— como corporaciones cerradas, más preocupadas por mantener sus privilegios internos que por repensar el sentido del trabajo en común. ¿En qué momento la solidaridad se volvió identidad gremial exclusiva? ¿Cuándo se empezó a mirar con desconfianza al trabajador no sindicalizado, como si la pertenencia fuese una moral y no una opción? La falta de cultura del trabajo, que a menudo denunciamos como un problema social, ¿no se reproduce también dentro del sindicalismo cuando este se resiste a innovar, cuando convierte el eslogan “no queremos innovación” en un gesto de orgullo? ¿Qué significa negarse al cambio en un mundo donde el trabajo, la tecnología y la educación se están reconfigurando a una velocidad inédita?
Algunos casos recientes de apropiación indebida de recursos sindicales —aunque aislados— plantean una pregunta más incómoda: ¿quién controla al que dice representar al trabajador? Si la ética se diluye en la administración del poder, ¿en qué se diferencia un sindicato degradado de la empresa que alguna vez combatió? La ciencia política nos ofrece aquí un concepto útil, y es el de grupos de presión. En la teoría democrática, estos grupos cumplen un papel clave: expresan intereses particulares dentro del espacio público. Pero el desafío está en mantener la permeabilidad hacia el bien común. Cuando un grupo de presión se cierra sobre sí mismo —cuando se vuelve corporativo en el sentido más estrecho— deja de ser parte del diálogo democrático y se transforma en una fuerza de bloqueo. ¿No es ese el riesgo que enfrentan algunos sindicatos hoy, cuando su agenda se desconecta del horizonte de país y se vuelve autorreferencial?
La central sindical —ese espacio que debería ser la voz plural del trabajo— también ha mostrado omisiones significativas: el silencio ante sindicatos como el policial o el de las trabajadoras domésticas, cuya legitimidad debería ser igualmente defendida, interroga sobre la coherencia de la solidaridad proclamada. ¿Acaso hay trabajos que valen más que otros? ¿O luchas que, por no ser ideológicamente convenientes, se vuelven invisibles? Y aquí aparece otro tema ineludible: la permeación partidaria. No se trata de negar que toda acción colectiva tiene un trasfondo ideológico —eso sería ingenuo—, sino de advertir el riesgo de que los sindicatos dejen de ser actores sociales para convertirse en extensiones de los partidos. Cuando eso ocurre, la lucha por la justicia laboral se subordina a la estrategia electoral. Y entonces el sindicato deja de ser un instrumento de emancipación para transformarse en un instrumento de poder.
Dante, al recorrer los círculos del Infierno, se encuentra con almas que no pecaron por maldad, sino por indiferencia. Los llama los “neutrales”, los que no se atrevieron a tomar posición. Hoy podríamos decir que el peligro del sindicalismo no es la neutralidad, sino el encierro: una forma moderna de infierno, donde la lucha se vuelve rutina y la esperanza se vuelve consigna vacía. No se trata de negar la herramienta sindicato. Al contrario: se trata de reivindicarla en su sentido más alto, como espacio de defensa, de justicia, de diálogo y de transformación. Pero tal vez haya llegado la hora de pensar un nuevo sindicalismo, menos vertical, más cooperativo; menos reactivo, más propositivo.
¿Podemos imaginar sindicatos que dialoguen con los emprendedores, los científicos, los artistas, los educadores? ¿Podemos pensar la defensa del trabajador sin negar la necesidad de innovación y formación permanente? ¿Podemos pasar del “nosotros contra ellos” al “nosotros con ellos”? ¿Podemos imaginar sindicatos que entiendan que la cooperación no es claudicación, sino una forma más madura de lucha? ¿Podemos pensar en organizaciones laborales que abracen la creatividad como parte de la dignidad del trabajo? ¿Podemos aceptar que la justicia social del siglo XXI ya no se defiende solo con marchas y paros, sino también con diálogo, con conocimiento y con visión compartida? Quizás sea hora de dejar de hablar solo en nombre de los trabajadores y empezar a hablar en nombre del trabajo mismo, entendido como la expresión más humana de la libertad y del sentido compartido. Solo entonces el sindicato dejará de ser un reflejo de lo que fue, y volverá a ser lo que siempre quiso ser: una promesa colectiva frente al porvenir.







