Inocentes asesinatos por Hoenir Sarthou
Este artículo tiene un sólo objetivo: desmentir la pose de superioridad moral que adoptan algunos partidarios de las politicas pandémicas.
“La salud está antes que la economìa”, “Nos cuidamos entre todos”, “Cuidate vos y cuidá a los otros”, “No seas irresponsable”, “Mostrá un poco de empatía por los demás”, “Decìs eso porque no te tocó ver morir a nadie por Covid”, o el insuperable “Ojalá que tus padres (o tus hijos) no se enfermen por tu culpa”. Las conocen, de seguro. Son frases covidianas tìpicas. De esas que a uno le encajan todos los dìas en las redes sociales.
Bueno, son falsas. Si, no se sorprendan. La persona que dice esas cosas no siente eso que dice. Es posible que tenga miedo. Pero no es cierto que su verdadera preocupación sean los demás. ¿Por qué?
Sencillo: porque, desde que empezó la pandemia, se les advirtió que paralizar la economia y aterrar, encerrar y aislar a la gente traería daños inmensurables, no sólo en la economía, sino en la salud fìsica y mental, en la educación y en todos los aspectos de la vida individual y social.
Un año después, esos anuncios se han cumplido. La crisis pandémica ha ocasionado y sigue ocasionando en el mundo millones de muertes por hambre y desatención sanitaria, muchos millones de personas han perdido sus empleos y han quedado sin ingresos, los niños han perdido un año de clase y de vida normal, y, aun embozalados, no tienen certeza de lo que ocurrirá en el año que se inicia.
Se les advirtió a los asustados pandémicos que las recomendaciones de la OMS, los datos en que se basaba el miedo (el test PCR), y las cifras nacionales e internacionales de “casos” (positivos al test) y de muertes no eran confiables. Muchos científicos internacionales de renombre lo dijeron y muchos comunicadores lo reprodujimos. Nada de eso importó. Los científicos disidentes fueron ignorados y descalificados. Ciego y sordo a todo lo que no fuera datos aterrorizantes, el miedo cerval dejó ocurrir –y en definitiva posibilitó que ocurriera- todo lo anunciado.
Sólo aquí, en Uruguay, conozco media docena de casos de personas que murieron por otras enfermedades sin recibir la atención médica debida. El que mejor conozco es el de un hombre ya anciano (gran amigo de un amigo mío) que, teniendo indicada cirugía por una fractura, no fue operado durante varias semanas, alegando la situación excepcional creada por el virus, hasta que la persona falleció. Muchos pacientes ingresaron al hospital o sanatorio por otra enfermedad y, luego de ser aislados, no fueron tratados, a la espera del dichoso test, que en algunos casos se hizo más de una vez, con el resultado de que fallecieron sin ser tratados por la enfermedad que los llevó a internarse. Muchas de esas muertes fueron rotuladas como “Covid 19”, aunque esa no fue la verdadera causa de la muerte. Son decenas las personas que conozco que han pedido asistencia a domicilio y la única atención que recibieron fue el hisopado. Descartada la enfermedad de moda, se las ignoró. Huelga señalar las terribles condiciones de aislamiento respecto de sus familias y afectos en que vivieron sus últimos días las personas que fallecieron con sospecha de Covid, así como las que siguen soportando los internados y los miles de ancianos que viven en residenciales y casas de salud.
Por otro lado, están los niños, que absorben como esponjas los mensajes y las imposiciones de la sociedad adulta, y sufren las consecuencias sin tener los medios para defenderse o incluso para cuestionar lo que se les impone.
Los niños están sufriendo tanto o más que los ancianos las consecuencias de la pandemia. No olvidemos que en el mundo, antes de la pandemia, morían diariamente de hambre más de ocho mil niños. No querrán saber cuántos más han muerto desde la declaraciòn de pandemia, ni cuántos morirán este año.
Incluso en países donde la situación infantil es menos dramática, como el Uruguay, la afectación de los niños es grave. Desde la disminución de ingresos y de posibilidades alimentarias de sus hogares hasta la pérdida de escolaridad, sin olvidar el miedo y los a menudo tremendos climas anímicos que les transmiten sus mayores, la situación repercute en ellos tomándolos sin defensas, sin siquiera una experiencia previa que les permita interpretar y cuestionar lo que ocurre. Se les ha dicho que ponen en riesgo la vida de sus padres y abuelos, que no deben estar cerca ni mucho menos tocar a sus compañeros, y se les impone el tapabocas, que les limita la respiraciòn y la comunicación. Lo que se está haciendo con los niños es criminal. Si no cambiamos de actitud respecto a ellos, todos lo pagaremos con creces en las próximas décadas.
¿Cómo creer que alguien actúa por empatía hacia los demás cuando, percibiendo todo eso, sigue repitiendo el mantra covidiano, “Yo soy responsable y me cuido”, mientras acata a pies juntillas las limitaciones y recomendaciones demenciales provenientes de protocolos de los que nadie se hace debidamente responsable?
Ese es otro aspecto especialmente irritante. Las normas estatales deben expresarse mediante leyes, decretos o actos administrativos. Pero, claro, las leyes, los decretos y los actos administrativos implican responsabilidad para quien los dicta (el Parlamento, el Poder Ejecutivo, los organismos públicos). En cambio, los protocolos, en tanto consisten en exhortaciones o recomendaciones teóricamente no obligatorias, aligeran la responsabilidad de quien los dicta. El problema es que se los aplica como si fueran obligatorios, aunque no lo son. Los protocolos no existen en nuestro orden constitucional. No tienen valor imperativo y a nadie debería imponérsele lo que dispongan. Esa falta de asunción de responsabilidad por parte de las autoridades es una razón más para abrir los ojos y dudar de lo que en los hechos se nos impone.
Creo haber cumplido el modesto objetivo que me propuse en esta nota.
El miedo es un sentimiento legítimo y respetable. Lo que no es legítimo ni respetable es que se lo imponga como regla de conducta generalizada. Y menos que se lo disfrace de abnegación, solidaridad, empatía y toda clase de sentimientos nobles.
La verdadera responsabilidad consiste hoy en volver a vivir con la mayor normalidad posible. Los niños a estudiar y a jugar libremente. Los adultos sanos a trabajar y a mantener una vida social enriquecedora. Los ancianos y los enfermos a ser debidamente atendidos y cuidados.
Lamentablemente, en el mundo, y también en nuestro país, hasta ahora ha ocurrido lo contrario. El miedo de los adultos sanos, en especial los de clase media y alta, ha sacrificado a los niños, a los ancianos y a los enfermos, además de –como siempre- a la población muy pobre, que en muchos países está muriendo de hambre, y en el nuestro está pasando verdaderas necesidades. El miedo, disfrazado de abnegación, puede actuar como un asesino que aparenta inocencia.
Sé que lo que planteo les sonará a muchos como una locura. Es lógico. El miedo altera nuestra percepción y nuestros valores. Pero la realidad cruda es que nada de lo que se presenta como daños causados por la pandemia (datos adulterados, además) se compara con el daño real que objetivamente estamos sufriendo a consecuencia del miedo generalizado y las demenciales políticas pandémicas.
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