Todo grupo humano se articula en torno a roles y reglas.
Estas últimas para tener vigencia, deben contar con la aprobación común.
Al menos las básicas.
Tienen que concebirse desde una visión estratégica del país.
Pero reconociendo los Derechos Humanos,
que no quisiéramos perder bajo ninguna circunstancia.
Perdurables en el tiempo.
Nuestro país tiene una clara vocación táctica.
Mira las cosas a corto plazo.
Impulsa modificaciones coyunturales.
Promueve cambios circunstanciales.
Lanza reformas constitucionales.
¿Surgen intereses sectoriales, corporativos o partidarios?
La respuesta inmediata es reformar la Carta Magna.
La tradición de los últimos años lo muestra muy claro.
Reformas electorales, institucionales o presupuestales.
Todos quieren que su “chacra” figure en la Constitución.
Así se propuso porcentajes fijos para salud o educación.
Así se propone defender a los jubilados y sus ingresos.
Así se impulsaron mecanismos electorales a “medida”.
Si todos le ponemos lo que nos gusta o beneficia,
la Constitución se vuelve un engendro emparchado.
Se vuelve inoperante.
Como si armamos un auto con un motor de un Fiat 147,
carrocería de un camión Scania y el manillar de una bicicleta.
No funcionará.
La Constitución no debe ser producto de mayorías circunstanciales.
Que en el futuro bien pueden ser minorías.
Tiene que ser un acuerdo del colectivo social.
Pocas normas, perfectamente claras que marquen la cancha.
Normas perdurables, aceptadas por la gran mayoría.
Reglas básicas, definidas por consenso.
La Constitución no es un chicle.
# Editorial de VOCES, Nro. 137 del 6 de setiembre de 2007
Pasaron quince años de estas palabras y la historia vuelve a repetirse.
Saltan plebiscitos y todos quieren poner su idea en la Constitución.
El abuso de la democracia directa no es políticamente muy sano.
Y muchas veces tiene un fuerte tufo de demagogia electoral.
Alfredo García
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