La confirmación de que el gobierno no gravará la riqueza y los ingresos de los sectores de mayor poder contributivo para financiar parte del denominado Fondo Coronavirus, reafirmó –en forma elocuente- la histórica sintonía ideológica entre la derecha y la oligarquía vernácula.
En efecto, mientras la clase trabajadora y la población más vulnerable padecen el rigor de la crisis con más de 100.000 empleados en el seguro de paro, despidos y rebajas salariales, los verdaderos dueños del Uruguay siguen gozando de sus privilegios como si nada estuviera sucediendo.
Aunque algunas empresas se suman a campañas masivas de recaudación de fondos para solventar la compra de equipos médicos en las cuales también participan uruguayos de nivel medio que aun pueden aportar, el núcleo duro del patriciado permanece al margen de esos operativos solidarios.
En efecto, en un complejo contexto de emergencia, la previsible reacción de estos señores –que son por supuesto quienes monopolizan la propiedad de los medios de producción –fue nuevamente acudir al Estado para que solucione sus problemas.
En ese marco, han usado y abusado de la cobertura estatal que prevé el subsidio por desempleo que otorga el Banco de Previsión Social, cuyas cifras triplican actualmente a las de la devastadora crisis del 2002. Como se sabe, esta prestación equivale apenas al 50% del sueldo, con topes máximos establecidos por ley.
Esta circunstancia deja parcialmente desprotegidas a numerosas familias que viven de un ingreso mensual, las que deben afrontan sus gastos habituales de manutención en un contexto inflacionario y con un brutal tarifazo que afectará su presupuesto doméstico.
Más que preocuparse por un día después que todavía no se avizora a corto ni a mediano plazo, la prioridad es atender los terribles impactos de un presente realmente sombrío.
Al respecto, miles de uruguayos –trabajadores formales e informales- ya soportan o soportarán los rigores de una debacle sólo extrapolable a una guerra de dimensión global.
Aunque la mayoría de las medidas económicas adoptadas por el gobierno son oportunas y naturalmente compartibles, el mayor costo de esas decisiones recaerá, como siempre, sobre el Estado. Es decir, sobre la sociedad en su conjunto.
En una conferencia de prensa realizada la semana pasada, el Presidente de la República, Luis Lacalle Pou, confirmó –en lenguaje por demás explícito -que no gravará al gran capital para enfrentar la emergencia sanitaria y social que azota el país.
Esta fue la contundente y obviamente previsible respuesta a una pregunta formulada por un osado periodista, quien se salió del libreto obsecuente que ha caracterizado al formado de los informes oficiales.
“Hoy, gravar el capital es amputar la posibilidad de los que van a hacer fuerza en la salida de la crisis, por eso no lo vamos a hacer», respondió el primer mandatario al incómodo interrogante del comunicador.
No satisfecho con esa afirmación, que no habilitó repreguntas de un auditorio siempre disciplinado por los patrones de los medios, el mandatario agregó: “si esto fuera una competencia de ciclismo, habría que apoyar al que va en primer lugar, y ocuparnos de los rezagados, el apoyo del Estado tiene que volcarse para los más rezagados. Hay que sacarle el lastre al que va a pedalear, al que va a traccionar en la economía”, aseveró.
En muy buena medida, el gobernante insinuó que los únicos protagonistas de la reactivación económica serán los capitalistas, desestimando el vital aporte de los trabajadores, pese a que estos son realmente los verdaderos generadores de riqueza.
Con relación a la metáfora ciclística -que en este caso prioriza al malla oro (líder del pelotón) sobre los restantes competidores- la radical diferencia es que todos tienen el mismo punto de partida. Naturalmente, no sucede lo mismo en la sociedad basada en el excluyente modelo de acumulación, donde hay hijos y entenados, privilegiados y postergados y burgueses y proletarios.
La tesis de Lacalle Pou es la de un ideólogo del neoliberalismo, para quien la sociedad es una estructura rígida, en la cual las minorías detentan la mayor porción de la renta y quienes realmente la producen –los trabajadores- recogen apenas las migajas sobrantes, acorde con la apócrifa teoría del derrame.
En tal sentido, la expresión más significativa formulada por Lacalle Pou fue la necesidad de “sacarle el lastre” al capital, lo cual, en buen romance y en términos no tan subliminales, significa más exoneraciones, quitas, regalías, beneficios e incentivos al sector productivo.
Al respecto, cabe consignar -para que se tenga bien claro- que la renuncia fiscal del Estado supera los dos mil millones de dólares, lo cual daría con creces para solventar los impactos de la crisis, sin necesidad de sacrificar a los trabajadores como si fueran meras piezas de desecho del sistema ni de apelar a créditos internacionales que luego todos deberemos pagar con nuestro esfuerzo.
Es tal la ortodoxia de la derecha que aun en una contingencia dramática como la del presente, igualmente prevalece la visión clasista de la sociedad y la hegemonía del mercado como actor principal y eventual motor de la economía.
Obviamente, esa sesgada mirada coincide en lo sustantivo con la de las cámaras empresariales, las cuales, antes que comenzara este cataclismo, ya reclamaban exenciones tributarias que bajaran los costos de producción y mejoraran la competitividad y un marco normativo que tendiera hacia una mayor desregulación laboral.
Evidentemente, no hay virus que valga. Dios los cría y ellos se juntan.
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