La culpa es de Hobbes Por Hoenir Sarthou
El que pudrió todo fue Thomas Hobbes.
La Europa medieval era un mundo bastante ordenado. Los reyes y los señores feudales (nobles) poseían las tierras y eran prácticamente los dueños de quienes vivían en ellas. Dictaban las leyes, cobraban tributos e impuestos, emitían moneda, dictaban justicia, castigaban, controlaban los caminos, puentes y molinos, y cobraban a quien los usara.
Al parecer, nadie se preguntaba mucho por qué tenían poder. En cualquier caso, la Iglesia, el poder ideológico de la época, se ocupaba de decirles a plebeyos y siervos que ese orden político estaba bien, porque era el orden natural de las cosas, el que Dios había querido y dispuesto. De modo que rebelarse contra el poder de reyes y señores no sólo era un crimen, sino también un pecado.
Les voy a ahorrar ahora todo el debate histórico sobre el surgimiento de la burguesía (clase social nacida en los “burgos” o ciudades, y cuya riqueza provenía de la artesanía y el comercio, no de la tierra). Me salteo todo eso (porque si no llega fin de año) y me concentro en el buen Thomas Hobbes.
El hombre nació en una Inglaterra complicada. Con feroces guerras de religión, que, como se sabe, son guerras económicas y políticas justificadas por la fe.
Es obvio que Thomas pasó mucho miedo. Porque llegó a la conclusión de que más valía someterse a la autoridad absoluta de un solo poderoso que andar dudando sobre cuál de los bandos en lucha iba a acuchillarlo a uno. Lo cierto es que hacia 1651 publicó un libro famoso, que hoy se conoce como “El Leviatán”.
En el Leviatán, Hobbes propone un poder absoluto que garantice la paz y la seguridad.
El tema era cómo se justificaba y legitimaba ese poder. Y eso era un problema. El pobre Hobbes no podía invocar la voluntad divina, porque eso era sumar un bando más a los muchos que se acuchillaban invocando poderes otorgados por Dios. De modo que decidió tomar el toro por las guampas y reconocer que el poder político se fundaba en un acuerdo, o contrato social, por el que los seres humanos decidían darle poder a uno a cambio de que los resguardara de todos los demás.
Hobbes no imaginaba – y por cierto no quería- el desparramo histórico que causaría esa idea.
¿Por qué?
Muy sencillo. Porque una vez que se admite que el poder político proviene de la voluntad, el acatamiento o la sumisión de los seres humanos, y no de una voluntad divina, el lío está asegurado.
El razonamiento siguiente es simple e inevitable: “si tu autoridad proviene de mí, y te la dí para que me cuidaras, puedo sacártela si no cumplís tu parte.”.
¿Se entiende por dónde viene la cosa?
Sí, claro, sin saberlo ni quererlo (él sólo quería paz y orden), Hobbes estaba quebrando el antiguo orden, reinventando la vieja idea democrática y dando los fundamentos para la instalación del Estado democrático moderno, en el que el poder no se funda en la autoridad divina, sino en la voluntad, acatamiento o sumisión de los ciudadanos.
También estaba dando pie ideológico a tres hechos históricos violentos, la “Revolución Gloriosa” inglesa de 1688, la Revolución Norteamericana y la Revolución Francesa, que seguramente habrían espantado al buen Thomas.
Es que, en cuestiones de poder, como en el comer y en el rascar, “todo es empezar”.
Cuarenta años después de “El Leviatán”, otro inglés, John Locke, también “contractualista” (es decir convencido de que el poder político se funda en acuerdos humanos y no en la voluntad de Dios, publicó un libro titulado “Ensayo sobre el gobierno civil”, en el que lanzó otras dos ideas demoledoras.
La primera es el “derecho de resistencia a la opresión”, que en el fondo es un corolario lógico y de lo planteado por Hobbes. Y la segunda es “la ley de las mayorías”, que dice que, en ausencia de consenso, las decisiones deben tomarse conforme a la voluntad de la mayoría.
Es obvio cómo se perfilaba lentamente la idea de un Estado democrático y garantista.
Para rematar, casi cien años después de “El Leviatán”, Jean Jacques Rousseau (otro contractualista, pero francófono) publica “El contrato social”, en el que sostiene la noción de “voluntad general”, es decir de una voluntad popular orientada hacia los intereses comunes y que no puede ser delegada ni transferida.
Puede decirse que Rousseau incorpora a las tesis contractualistas dos cosas: por un lado, la noción de que, más allá de los intereses y libertades individuales que preocupaban a Locke, existe en las sociedades un interés general, que sólo puede ser expresado por la voluntad general del pueblo. Por otro lado, al sostener que, para ser genuina, esa voluntad no puede ser delegada ni representada, abre las puertas a formas de democracia directa que muchos regímenes democráticos, incluido el nuestro, aun conservan.
Se preguntarán ustedes por qué toda esta historia antigua.
La respuesta es que ese fundamento democrático de los regímenes políticos que nos gobiernan está siendo puesto en duda.
Hay poderosos intereses que pretenden sustituir a la voluntad popular por criterios técnicos para tomar decisiones. En eso consiste el concepto de “gobernanza” y con esos criterios trabajan e imponen decisiones los organismos internacionales. Lo que se postula es una tecnocracia, en la que supuestos saberes técnicos sustituyen a la voluntad democrática de las personas.
Y hay una segunda razón. Es que mucha gente, decepcionada por los procedimientos tortuosos con los que se dice ejercer la democracia, podría estar dispuesta a renunciar a sus derechos políticos y a someterse a criterios tecnocráticos.
Es muy difícil transmitir, a quien no lo perciba ya, el enorme riesgo de vivir en un sistema en que nuestra voluntad no importe, porque sólo los técnicos sabrán lo que se debe hacer.
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