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La fractura de la memoria por Miguel Pastorino

La fractura de la memoria por Miguel Pastorino
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En un reciente ensayo “Vida cotidana y velocidad”, el antropólogo y monje de Monserrat, Luis Duch, analiza con detenimiento nuestra experiencia de la velocidad en la sociedad actual, pero especialmente le interesa la relación entre velocidad y olvido. En uno de los últimos capítulos de su obra se detiene en lo que considera uno de los grandes problemas de nuestro tiempo: “la fractura de la memoria”, una ruptura que nos deja sin referencias desde donde comprender el presente, una devaluación de las raíces que nos han sostenido que nos impide proyectarnos al futuro con sabiduría. En la vida cultural las tradiciones son fundamentales para la transmisión de valores y referencias que den sentido a la vida y a la convivencia con los otros, pero si se las corta de raíz, si se las disuelve, la vida se vuelve etérea y superficial. La ruptura actual con la memoria colectiva y con las tradiciones impacta en todos los ámbitos de la vida: la familia, la educación, la política, la religión, etc. No se trata de ser acríticos con la tradición, sino de no perder la memoria. A su vez, el desencanto postmoderno conduce a muchos a la indiferencia y el repliegue sobre sí mismos y a otros a una búsqueda desenfrenada de nuevas experiencias. El individualista contemporáneo tiende a la pasividad, a la autosatisfacción. Todo se vuelve autorreferencial, si no, deja de despertar interés.
Con dureza lo describió George Steiner: “La atrofia de la memoria es el rasgo dominante de la educación y la cultura de la mitad y las postrimerías del siglo XX. En el aprendizaje de hoy, la amnesia ha sido planificada” (“Pasión intacta”, 1995).
Asistimos a una sociedad que corta y olvida sus raíces, que pierde sus fuentes de inspiración, de orientación y significado. La socialización actual no conecta con las raíces, sino con un caudal de información fugaz, dispersa y atomizada. No solo hay un desprestigio de la historia, de la tradición y de las raíces culturales, sino que se vive de la novedad, de lo efímero, perdiendo la conexión con una cultura común y por lo tanto con mínimos valores compartidos, lo cual dificulta el diálogo y la comprensión del otro, empobrece el horizonte del pensamiento y estrecha la mirada.

El imperativo de la aceleración.

Si bien el vacío existencial, o la falta de sentido de la vida es uno de los grandes problemas de nuestro tiempo, tematizado por la filosofía del siglo XX, no es menos cierto que está profundamente vinculado a la pérdida de referencias, de horizontes, a la desorientación general, al olvido de la propia tradición cultural y especialmente al imperativo de la aceleración.
El mundo común, dado como garantía entregada de la memoria que lo sustentaba, para bien y para mal, constituyó la base firme para la mayoría de las realizaciones de cultura occidental. Pero ahora se desestructura y disuelve en la fugacidad de acontecimientos y experiencias atomizadas sin referencia al pasado.
Actualmente la velocidad adquiere en todos los ámbitos de la vida una importancia que no tuvo en otros tiempos. Como escribió Peter Sloterdkijk: “Ya no hay imperativos éticos de tipo moderno, que no sean al mismo tiempo, impulsos cinéticos”.
En todas las épocas de la historia de la humanidad, la velocidad ha intervenido de manera decisiva en la constitución del espacio y del tiempo humanos, lo cual equivale a decir que, la aceleración del tiempo vital es un factor que afecta de manera determinante las relaciones humanas. Pero la actual devaluación del pasado y el afán por ir cada vez más rápido hacia ninguna parte, nos lleva a autoconvencernos de que no hay tiempo para acordarse de nada, ni para pensar demasiado en los otros. Se busca la interioridad que aísla, pero no la intimidad, porque la intimidad es proximidad, es cercanía y profundidad.
Nuestra época centrada en la aceleración, ha generado una civilización del olvido y de la apatía, del ruido y de la competencia, en la que la compasión es vista como inútil o impropia de quienes quieren ser exitosos. Es claro que el antídoto contra esta tendencia es la serenidad, la pausa, el silencio, que evidentemente no ha de confundirse con no hacer nada.
“El aumento del tiempo vital no sólo acelera la rapidez del cambio, sino que, al mismo tiempo, desacelera el trabajo de la memoria e impulsa la desaparición o, al menos, el profundo deterioro de las “sociedades de la memoria”, cuya misión principal consiste en hacer accesibles (críticamente) sus herencias a sus miembros” (L. Duch).

Memoria, comunidad y futuro.

Más allá de la ambigüedad -como todo lo humano- que tienen la memoria y el olvido, la memoria humana tiene una función eminentemente comunitaria, porque toda comunidad es una “comunidad de memoria”, que convive y comparte historias, fiestas y duelos, proyectos y sueños.
La pérdida de la memoria, la fractura con el pasado, es perder a los otros, porque no solo corta las raíces, sino que impide la proyección al futuro junto a otros, impide la previsión y la anticipación. El desinterés por la historia es un cierre a la esperanza futura y un tedio con el presente.
Como reacción un tanto extraña y folklórica asistimos al interés por narraciones, figuras, ornamentos, recetas de cocina y costumbres del pasado, como una especie de “cultura en conserva” (L. Duch), de producto de consumo, que con tono nostálgico y con una gran cuota de banalidad, manifiesta cierto interés por las diversas culturas y su pasado como una experiencia más que saborear en el presente, sin ninguna conexión con la memoria colectiva y su profundidad.
La preponderancia de la cultura narcisista del yo, en la aceleración constante de búsqueda de experiencias de gratificación inmediata, es el signo más evidente del olvido de las raíces, del hilo conductor de las existencias, de la trama de la vida, que tiene sus ritmos, sus rituales, sus pausas y sus esperanzas.
Nietzsche en “La gaya ciencia” (156), escribe: “Que un hombre resista a toda su época, que la detenga en la puerta para que dé cuenta de sí, es cosa que forzosamente ejercerá influencia”. Resistir al olvido y al individualismo, apostar por la proximidad, por la solidaridad y por el cuidado de los otros, exige no ceder al “dogmatismo de la actualidad” (J.M. Esquirol), como quien acepta resignadamente: “Es lo que nos tocó”, “Es lo que hay”. No ceder implica ni creerse poseedor del sentido, ni abandonarse al absurdo, sino resistir al dogmatismo de la velocidad por la velocidad, del olvido por el olvido, creando espacios de recuperación de la memoria, de proximidad, de serenidad, de reflexión crítica, de humanización.

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