Hace un tiempo, cuando se hablaba de inteligencia artificial, la preocupación más común era en cuánto tiempo nos iba a robar el trabajo, pero todos desconocíamos que también podría robar otros recursos.
Con la viralización de las imágenes al estilo Ghibli, hoy la preocupación cambió de tono. Se empezó a hablar del impacto ambiental de modelos como ChatGPT. En especial, del agua que se consume para mantener funcionando toda esa magia invisible que sucede cada vez que escribimos haciendo alguna solicitud.
Los centros de datos donde vive la IA necesitan mucha energía y mucha refrigeración, y eso se traduce en agua. Pero también (y esto es lo que me interesa plantear en esta columna) estamos hablando de esa agua como si la IA fuese el gran villano de esta historia mal contada. En la era de la cancelación, vivimos en una contradicción constante entre lo que consumimos y lo que señalamos.
Entonces, en vez de simplemente repetir que “la IA gasta agua”, me pareció más honesto y útil preguntarme: ¿qué tan nocivo es este consumo en comparación con las cosas que hacemos diariamente, sin darnos cuenta, y que también demandan muchísima agua?
Spoiler: la IA no sale tan mal parada.
Cada vez que alguien hace una pregunta a ChatGPT, hay una cadena de procesos que se activa en algún centro de datos. Esos lugares, llenos de servidores que almacenan nuestra información (las famosas nubes, que como no vemos pensamos que no existen), necesitan estar refrigerados para que no colapsen. Y ahí entra a la cancha el agua, utilizada para enfriar los equipos que trabajan sin parar.
Se estima que tener de 10 a 50 interacciones con una IA como esta puede usar alrededor de 2 litros de agua. Suena a mucho, si lo ves como una simple conversación.
Pero si lo comparamos con otras actividades que ni registramos, la cosa cambia. Mucho.
Hagamos un pequeño repaso:
• Una ducha de 10 minutos se lleva entre 100 y 200 litros de agua.
• Un solo ciclo del lavarropas gasta entre 50 y 90 litros.
• Un kilo de carne puede llevarse 15.000 litros de agua para producirse.
• Un litro de gaseosa puede requerir casi tres litros de agua.
• Un jean puede llevarse 7.000 litros de agua en su fabricación.
Entonces sí, ChatGPT consume agua. Pero también lo hacen el fast fashion, la carne, el consumo eléctrico desmedido, el celular que cambiamos cada año, las apps que usamos a diario como WhatsApp, Instagram, TikTok y Facebook.
Ahora, la gran diferencia es que, mientras en muchos de estos casos el desperdicio es difícil de justificar, en el caso de la IA estamos hablando de una herramienta que, bien utilizada, puede ahorrar tiempo, optimizar procesos, facilitar el acceso a la información y hasta ayudar a combatir el cambio climático.
La inteligencia artificial ofrece beneficios reales, pero (chequeado) no es neutral en su huella. Aunque no veamos las cañerías, el agua se va. Pero el debate no es solo sobre consumo, sino sobre prioridades.
Vivimos en un planeta donde el agua dulce es finita. Donde el acceso a ella es un privilegio, no un derecho garantizado. Entonces sí, la IA entra a jugar este partido.
Pero no es el único ni el peor de los jugadores.
La idea no es caer en el whataboutism, esa falacia del “vos también lo hacés”.
Que usemos la nube no significa que no podamos criticar el uso excesivo de recursos de la IA. Podemos ser usuarios conscientes de todo el ecosistema digital, incluyendo IA, redes y almacenamiento. La crítica con fundamento es parte del progreso.
Necesitamos hablar de estas cosas con cabeza fría (pero no por agua refrigerada, ja). Porque si vamos a tener una conversación sobre sostenibilidad, miremos la foto completa. No le pidamos a la IA que sea ecológica si no estamos dispuestos a revisar también el asadito de todos los domingos o las compras de ropa en cada cambio de temporada.
Si queremos un mundo más sostenible, no basta con señalar lo nuevo. Hay que revisar lo que ya hacemos. Porque a veces, el impacto más grande no está en lo que acabamos de descubrir… sino en lo que ya está instalado hace tiempo.
Después de reflexionar con honestidad, lo que más me incomoda no es que la inteligencia artificial gaste agua. Lo que realmente me incomoda es que nos encanta apuntar con el dedo a lo nuevo, a lo disruptivo, a lo que no entendemos del todo, mientras dejamos pasar lo cotidiano sin cuestionarlo. Nos molesta que ChatGPT consuma agua, pero no pestañeamos cuando dejamos correr el agua mientras nos lavamos los dientes o cuando llenamos una piscina en pleno enero.
Esto no significa que la IA esté libre de crítica, ni mucho menos. Las grandes tecnológicas tienen una responsabilidad inmensa. Son ellas quienes deben rediseñar sus procesos, invertir en refrigeración sostenible, ser transparentes con sus datos y asumir el costo ambiental que implica su negocio. Pero exigirle eso a ChatGPT sin revisar nuestro consumo doméstico es como hacerse trampa en el solitario.
El beneficio que la IA puede traer también debería entrar en la ecuación. No hablamos de un lujo vacío como tener cinco jeans o regar el pasto a las tres de la tarde. Estamos hablando de una herramienta que puede mejorar diagnósticos médicos, optimizar cosechas, ayudar a personas con dificultades cognitivas, automatizar tareas tediosas y liberar tiempo para lo que realmente importa.
¿Eso vale agua? Sí.
¿Vale más que una hamburguesa de McDonald’s? Honestamente, sí también.
Entonces, cuando me preguntan si deberíamos preocuparnos por la huella hídrica de la IA, yo digo: obvio que sí. Pero no lo usemos como chivo expiatorio.
Preocupémonos con cabeza y con contexto. Pongamos en la balanza todo.
Y, sobre todo, aprendamos a ver que el problema no es solo lo que la tecnología hace… sino lo que elegimos hacer nosotros con ella.
Porque si vamos a hablar de sostenibilidad, hablemos en serio.
Y eso incluye mirar hacia afuera, pero también hacia adentro.