Toda ideología tiende a volverse conservadora. Ninguna de ellas escapa al peligro de caer en la incongruencia entre sus postulados y el tiempo en el que éstos son planteados. ¿Pero qué es en sí una ideología sino la interpretación que da el individuo al medio que le rodea? Claro, signado por una serie de construcciones intersubjetivas y por ende colectivas de las cuales no puede ser ajeno. Ante todo, debemos recordar que nuestras percepciones de la realidad se encuentran ligadas a las subjetividades propias de un momento determinado, en el sentido de construcciones mentales históricas (situadas en contexto), y que, conforme cambian los tiempos, nuestros pensamientos pueden perder relación con un mundo que ya no puede explicarse de la misma forma. Que bien puede ‒y debe, si desea tratarse de una misma ideología‒ mantener elementos característicos, pero que nunca debería perder la capacidad de readaptarse a nuevas problemáticas e interrogantes, llevando su teoría y su metodología de análisis a la realidad práctica, siendo sus ideólogos capaces de (re)adaptándolas a la luz de la experiencia empírica de su aplicación.
Debemos, entonces, dejar de atribuir a determinadas corrientes ideológicas ‒dentro de las particularidades del espectro político‒, al menos de forma inequívoca, la tendencia al conservadurismo que presentan algunas vertientes de la filosofía política y del quehacer público práctico, y todas potencialmente. Muchas de ellas lo son, sí, en el plano social, moral y de la economía política, en sus concepciones sobre la vida común y los asuntos públicos, pero no ‒y esto es lo que debemos reflexionar‒ en su forma de proceder y reorganizarse en tanto ésta se manifieste acorde al momento en que se desarrolla. Así, puede llegarse, incluso, a cierto punto en el que las izquierdas
‒asociadas en general al progresismo‒ pueden tornarse, dependiendo de la perspectiva que se adopte, tan conservadoras como las derechas, y viceversa.
En contrario estas formas de repulsión al cambio, propensas a conservar las estructuras ‒o al menos a no cambiarlas radicalmente‒ se posicionan las orientaciones de corte más pragmático, muchas veces tenidas por moderadas, y que procuran
moverse siempre dentro del margen de lo posible, de lo realizable. Aquellas que si bien pueden presentar lógica incertidumbre a la hora de iniciar nuevos proyectos, tienen la capacidad de construir futuro, de pensar y crear nuevas realidades. Ya lo decía, pues, Carlos Quijano: entre el discurso radical que no produce cambios y el discurso moderado que produce cambios radicales, mejor optar por el segundo. El primero, por inacción o por reacción, tiende a acabar reforzando las estructuras establecidas.
Toda ideología dominante ‒aproximándonos al sentido dado por el materialismo histórico‒, siempre conservadora, pretende mantener firmes las estructuras políticas, sociales y mentales que ha edificado. Negando, claro, las fisuras que ella misma presenta y el nacimiento de nuevas necesidades frente a las que carece de respuesta. Es así que se da la llamada crisis ideológica: momento en que el dogma predominante se ve exigido de realizar una readecuación de sus postulados, una re-significación de su proceso, frente a multiplicidad de pre-dogmas que le desafían sin tratarse de poco más que nuevas respuestas a las mismas preguntas.
La tríada dialéctica, propia de la filosofía hegeliana, luego retomada por Marx, nos da una idea de relación existente entre tesis (dogma predominante), antítesis o pre-dogmas (que nunca escapan a transformarse en nuevo dominante, llegando a correr la misma suerte que los anteriores) y síntesis: la ascendencia de una nueva tesis, propiamente dicho, mediando entre dogma y pre-dogmas, y que con la evolución de los tiempos, devendrá en una nueva tesis a rebatir. He ahí intercambio y una conjunción que se presenta por siempre necesaria y que lleva a los recambios que hacen a nuevas formas de proceder frente a las nuevas incertidumbres. Algo que incluso puede y debe darse dentro de una misma corriente de pensamiento si queremos que esta no quede obsoleta en un nuevo presente. El dilema se dará, por tanto, en cuanto a si debemos resignificar nuestra ideología o conservar las bases estructurales que a ésta pertenecen. Reflexionando con ello, también, cuán peligrosa puede llegar a ser la segunda opción en relación a las capacidades de supervivencia de nuestras ideologías, y, por añadidura, de la política como actividad de prestigio.
Es de esta misma forma que, incluso las personas al envejecer, tienden a volverse conservadoras. Sus ideas responden, muchas veces, a las lógicas y subjetividades
propias de sus tiempos de primera formación y no de la actualidad. Por tanto, debemos entender que las preguntas y realidades han cambiado y con ello, las respuestas. Así, finalmente, reconoceremos que el primer paso para transformar los utillajes mentales (d’outillage mental, concepto introducido por Lucien Febvre para analizar las mentalidades y sensibilidades colectivas), los conservadurismos políticos e ideológicos propios de un lugar y de una época (porque de ellos, nunca se sale) es, sin más, darse cuenta que éstos existen y creer en la idea de que puede haber otra realidad para crear, de forma pragmática, una nueva realidad dentro del margen de lo posible.
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