Las eternas obsesiones de un iconoclasta maestro por Carlos Acevedo

Ingmar Bergman, adorado por algunos, incomprendido o ignorado por otros, es uno de los referentes de la cinematografía mundial. Su utilización del lenguaje cinematográfico para plasmar temas complejos que lo obsesionaban, su estilo fuertemente influenciado por el teatro, con pocos personajes, escenarios austeros, diálogos existenciales y un profundo desarrollo psicológico cambió la forma de hacer cine. Un pequeño ciclo dedicado a su “Trilogía de la ausencia de Dios” se pudo disfrutar en Cinemateca, durante el mes de octubre.

Ernst Ingmar Bergman nació en Suecia en 1918 y murió en el mismo país en el año 2007. Se lo suele identificar con un cine existencialista, opresivo y metafísico, más allá que a lo largo de su carrera, tuvo diversos periodos en los que desarrolló diferentes temas y estilos. El primero se inició con su primer largometraje, “Crisis” (1946), y culminó  en 1948, con “Puerto”. Durante esta etapa, el cineasta cultivó un estilo realista y desencantado para plasmar dramas sentimentales.

El segundo período va desde  “El demonio nos gobierna” (1948) hasta “Sonrisas de una noche de verano” (1955). En este lapso, Bergman abordó comedias y dramas que exploran las relaciones entre mujeres y hombres, con clara preponderancia de los personajes femeninos, analizando la capacidad de la mujer para avanzar y superar las dificultades a pesar de las relaciones de poder impuestas por el sexo masculino. 

 El tercero, uno de los más representativos de sus obsesiones, inicia en 1957 con “El séptimo sello”, una de sus obras maestras,  y continúa con la “Trilogía del silencio de Dios”, integrada por “Detrás de un vidrio oscuro” (1961), “Luz de invierno” (1963)  y “El silencio” (1963). Esta es la etapa del Bergman metafísico, que se cuestiona la existencia de Dios o su silencio, la Muerte y su misterio, explorando el abandono y la soledad a través de personajes atormentados.

La conflictiva relación de Bergman con su padre, un pastor luterano que procuró imponerle su credo a base de represión y castigos, marcó gran parte de su filmografía. Este autoritario progenitor puede verse retratado en parte en filmes como “Fanny y Alexander” (1982) o “Luz de invierno” (1963), protagonizada por un pastor luterano que se siente abandonado por su Padre, parafraseando incluso al Jesús crucificado, cuyos sermones ya no inspiran a nadie y que se debate entre la devoción de una mujer y la soledad de sentirse ignorado por un Dios del cual cuestiona su existencia.

Los primeros planos de rostros, los exteriores desolados, los interiores que reflejan la soledad de los personajes y su incomunicación, la opresión del dogma religioso que no ampara sino que, por el contrario, sume al individuo en una soledad aun más atroz, y la Muerte como evasión a una existencia sin sentido, son elementos que caracterizan a esta etapa.

En “ Luz de invierno”, la crisis religiosa del pastor representa el sentimiento de soledad y desamparo del resto de los personajes, que acuden a una religión convertida en fetiche, cargada de símbolos, rituales e imágenes, que en lugar de colmar espiritualmente al practicante, lo sumen en un mayor estado de indefensión e incertidumbre.

Bergman huyó a los 19 años del hogar paterno para no volver a tener más contacto con su padre a causa de su tiránico comportamiento hacia él.

Intentando escapar a esa asfixia paterna y sus secuelas, el sueco comenzó a desarrollar tempranamente una afición por el teatro, la escritura y el cine, que fueron condensadas en su posterior trayectoria como guionista, escritor y cineasta.      

A  partir de “Persona” (1966), película que muestra la despersonalización de dos mujeres que pierden su identidad la una en la otra,  la angustia se torna más introspectiva. El cineasta aborda temas como el canibalismo o la violencia, tanto la exterior como la proveniente de la atormentada psiquis de los personajes. Esta etapa culminó con “El huevo de la serpiente (1977), que se ambienta en los orígenes del nazismo y su lenta penetración social y psicológica.  

Su siguiente filme, “Sonata de otoño” (1978), que inició el último periodo de su obra, relata la conflictiva relación entre una madre y su hija. A este le siguieron “De la vida de las marionetas” (1980), y la formidable “Fanny y Alexander” (1982), originalmente una miniserie convertida luego en película, que fue el tan exquisito como memorable testamento fílmico del gran maestro sueco, de marcado tono autobiográfico.   

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