Lo que es abajo es arriba Por Hoenir Sarthou
Hay una idea que he intentado formular muchas veces sin conseguirlo del todo. No logro quedar satisfecho con la forma de expresarla o con cómo es percibida por los destinatarios. Ya sea por incapacidad mía o porque la idea en sí misma choca con el clima cultural de los tiempos. No obstante, lo voy a intentar nuevamente.
La idea es simple: la política democrática sólo puede ser una de dos cosas: o es una práctica educativa, docente, o es un carnaval grotesco y degradante.
¿Les resulta muy tajante formulada así?
Bien. Así debe ser. Porque no hay en esto medias tintas ni puntos intermedios.
La razón de lo que afirmo también es simple. Cuando se ponen en juego en un solo día -o en dos, si hay segunda vuelta- miles de cargos bien pagos, cargos que confieren autoridad sobre funcionarios y otras personas, cargos que conllevan exposición pública, atención mediática, y que permiten además codearse, y en muchos casos intercambiar favores, con los «ricos y famosos» (gerentes de transnacionales, empresarios, líderes políticos, religiosos y sociales, periodistas, artistas, deportistas) las ambiciones y pasiones que se movilizan son tremendas.
Acceder a esos cargos depende de lograr que cierto número de personas introduzca en una urna cierta papeleta en lugar de otras. Se comprende entonces por qué la tentación de recurrir a toda clase de medios para lograrlo es enorme. Por eso, el dinero, las promesas, la publicidad, la manipulación emocional, los pactos, la traición, la mentira y la calumnnia han sido desde siempre armas de la política.
¿Esta visión patética de la política es inevitable?
Bueno, en realidad, no. Si uno observa nuestra historia, encuentra figuras que supieron aunar a la acción política una función docente, formadora de opinión ciudadana firme y duradera.
Pienso, por ejemplo, en José Batllle y Ordóñez, en Aparicio Saravia, en Luis Alberto de Herrera, en Luis Batlle, en Emilio Frugoni y en Carlos Quijano. O, un poco más acá en el tiempo, en Wilson Ferreira Aldunate, en Jorge Batlle, en Rodney Arismendi y en Raúl Sendic, entre otros.
¿Por qué ato por el rabo a esas «moscas» en apariencia tan distintas?
Podría señalar que todos tuvieron personalidades muy fuertes. O que casi todos ellos recurrieron en algún momento a las armas para defender o imponer lo que creían. Pero no es eso lo que me interesa. Lo interesante es que todos ellos, sin renunciar a las «mañas» de la política, en las que varios eran expertos, desarrollaron en libros, labor periodística, discursos, actividad parlamentaria o en su propio accionar partidario, una tarea doctrinaria que incluía la adhesión a escalas de valores y a visiones del país -compartibles o no- que fueron claras, nítidas, reconocibles y compartibles para sus contemporáneos y que siguen operando hoy en el imaginario de muchos uruguayos.
Comparemos eso con el debate de los candidatos presidenciales del domingo pasado. ¿No perciben un abismo?
No voy a juzgar las capacidades de los candidatos. ¿Es serio un debate en que no se menciona a ninguno de los «inversores» que se están apoderando del país? Si sus contratos son tan buenos, ¿por qué ninguno de los candidatos habló de UPM, ni de Katoen Natie, ni de Pfizer, ni de Neptuno, ni del hidrógeno verde? Y, sin son malos, ¿por qué ninguno los cuestionó?
Hay más preguntas. ¿Por qué no se dijo una palabra sobre el papel que juegan los organismos internacionales de crédito y sus préstamos en las decisiones políticas del Uruguay? ¿Por qué no se mencionaron la crisis hídrica de 2023 ni las más de 15.000 muertes inexplicables producidas desde que se aplicaron las vacunas Covid?
La explicación de estos silencios surge clara de la contraposición de la política del pasado con la del presente. El Uruguay del pasado era un país que se discutía a sí mismo. Eran posibles visiones muy encontradas, incluso violentamente enfrentadas, pero la realidad estaba más a la vista y era mejor asumida. La dominación española, la hegemonía porteña, la intervención comercial, diplomática y militar de Inglaterra, las aspiraciones de Portugal y luego de Brasil, el auge del comercio con Inglaterra, la influencia cultural francesa y el posterior imperialismo económico, político y militar de los EEUU estaban a la vista y eran temas de discusión pública hasta bien entrado el Siglo XX. Basta recordar la polémica entre Luis Batlle y Luis Alberto de Herrera cuando el primero decide viajar a los EEUU para fortalecer las relaciones comerciales.
Los actores políticos del pasado no estaban solos. Figuras claves del pensamiento intervenían en los debates políticos. José Pedro Varela, José Enrique Rodó, Carlos Vaz Ferreira, Pedro Figari, y más acá en el tiempo, Alberto Methol Ferré y Daniel Vidart, entre muchos otros, terciaban para darle a los debates públicos más profundidad y perspectiva. Y el sistema político los leía, discutía con ellos y los tenía en cuenta.
¿Por qué la extraordinaria diferencia entre ese pasado de polémicas públicas y este presente de política sin polémica, hecha de silencios, de contratos secretos y de oscuros acuerdos tácitos?
Creo que hay dos explicaciones.
La primera es que los grandes capitales del mundo antes operaban a través de los Estados. Entonces, las intervenciones, a través de Inglaterra o de los Estados Unidos, eran mucho más evidentes. Hoy operan más por medio de organismos internacionales de crédito y de empresas inversoras privadas. Eso hace que las presiones y las influencias puedan y deban ser más discretas y ocultas. De eso no se puede hablar. Mucho menos en debates presidenciales.
Cuando los verdaderos motivos de las decisiones no se pueden decir, la discusión política y el debate público se vuelven un parloteo idiota, sin otra función que disimular lo que no se puede ni se quiere decir. Y eso afecta tanto al sistema político como a la intelectualidad que lo rodea y pretende justificarlo.
Pero hay otra explicación para las diferencias entre pasado y presente. Tiene que ver con nosotros mismos.
Los políticos y los intelectuales del pasado respondían a una sociedad que tenía un nivel de instrucción formal inferior al presente. La enorme mayoría de la población no cursaba más que la escuela primaria y muchos no la terminaban. Muy pocos llegaban al liceo y poquísimos a la universidad. Un alto porcentaje eran inmigrantes e hijos de inmigrantes. Pero tenían sobre nosotros una enorme ventaja: querían integrarse y ascender socialmente, y sabían -el sistema desde Varela en adelante se los hacía saber- que la educación, el aprender, junto con el trabajo, eran el camino.
Los máximos líderes políticos de la primera mitad del Siglo XX, José Batlle y Ordóñéz y Luis Alberto de Herera, eran intelectuales. Los dos eran políticos mañosos y hábiles. Pero acompañaban esa maña con una labor intelectual y de difusión incansable. El periodismo político, y los libros en el caso de Herrera, fueron el instrumento de una labor político-docente de muchas décadas. Puede decirse que los dos forjaron, junto con sus respectivas fuerzas políticas, dos formas de pararse ante el país y ante el mundo, que fueron adoptadas por muchos miles de uruguayos y que todavía alientan en las mentes de muchos.
¿Eso fue casualidad, o sólo la mágica brillantez de dos figuras irrepetibles?
Tiendo a creer que no. Que los dos fueron producto de una sociedad que quería aprender, elevarse, integrarse y participar. Eso que Florencio Sánchez ejemplificó con «M´hijo el dotor».
Ese impulso duró tal vez hasta poco después de mediados del Siglo XX y sin duda no llegó al Siglo XXI, en que, por razones que sería largo explicar, fuimos cayendo en aquello que José Ortega y Gasset previó en «La rebelión de las masas» y José Ingenieros en «El hombre mediocre», el predominio masivo de un individuo infantil y autosatisfecho, sin exigencias, que se considera a sí mismo la medida de todas las cosas. Un sujeto lleno de derechos y deseos, sin ninguna contrapartida de obligaciones. Alguien poco dispuesto al esfuerzo de aprender, entender y actuar.
Así fue como parimos el debate del domingo y así es como llegaremos a las elecciones del 24. Porque lo que es abajo es arriba. Y viceversa.
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