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Los robots no sacian la sed Por Hoenir Sarthou

Los robots no sacian la sed Por Hoenir Sarthou
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¿Saben qué es lo que no ha cambiado en miles de años?

Lo digo de entrada, quizá incluso simplificando un poco para ahorrar camino: lo que no ha cambiado es que todas las luchas son por el territorio.

No lo duden. Habrán oído hablar con aire pedante de bytes, de microchips, de miles de millones de dólares, de robótica, de inteligencia artificial, de la sociedad del conocimiento y la información y hasta del negocio de la venta de datos.  Pero eso es hojarasca (exagero, claro), que sólo sirve (a algunos) para hacer plata y distraer la atención.

La verdad es que, por ahora al menos,  no hay vida, ni tecnología, ni fortuna, ni inteligencia que valgan si faltan el agua, la tierra, la energía o ciertos minerales.  Elijan al magnate que quieran.  Enciérrenlo en una habitación sin agua y sin comida. ¿Cuántas horas tardaría en entregar sus miles de millones de dólares por un vaso de agua y un pedazo de pan?

En otro orden de cosas, todo bien con el software, la inteligencia artificial y la robótica, pero, ¿cómo aplicar el conocimiento y la tecnología sin la energía, los metales y los productos químicos que les sirven de cuerpo, de motor y de conductores?

Cuando el trabajo humano pierde valor ante el avance tecnológico, la riqueza, la verdadera riqueza, y por ende el verdadero poder, lo tiene quien controle cuatro cosas por ahora imprescindibles: agua, tierra (de la que sigue dependiendo la comida), energía y ciertos minerales.

Curiosamente, esas cuatro cosas sólo existen en los territorios. O sea, es imposible apoderarse de ellas sin ejercer control sobre los territorios en que yacen.

Ese es el secreto mejor guardado de la globalización económica. Y, a la vez, su talón de Aquiles.

No importa cuánto dinero pueda imprimir la élite financiera, ni cuánto conocimiento científico y técnico puedan inventar o comprar los “genios” de Silicon Valley y las corporaciones industriales y agroindustriales. Tampoco cuántas jugadas de ingeniera jurídica puedan tramar con sus fondos de inversión y sus acciones.  Sin esos recursos simples (agua, tierra, energía y minerales) ningún poder existe. Eso explica la mayor parte de la política internacional, incluidas las guerras, las emergencias sanitarias y ambientales, el obrar de los organismos multilaterales, los tratados internacionales y los contratos de inversión.

Si tienen dudas, observen en qué están invirtiendo algunos de los filibusteros financieros más conocidos, como George Soros, y los “nerds” tecnológicos, como Bill Gates: tierras, semillas e investigación genética, agroindustrial y alimentaria. No es casualidad.

Que las empresas transnacionales puedan acceder a territorios valiosos, extraer sus recursos, pagar lo menos posible por cánones e impuestos y no rendir cuentas por los daños y delitos cometidos en el proceso, es clave para el actual modelo económico global. Aunque se nos aturda con discursos sobre la maravillosa autosuficiencia de la tecnología, la verdad es que sigue dependiendo de los mismos recursos básicos de los que ha dependido la humanidad durante miles de años.

Ahora, bien. Para entender el estado real de cosas, es imprescindible considerar la situación en que se encuentran los territorios. Y lo cierto es que los territorios objeto de condicia conforman Estados, y que sobre ellos se asientan miles de millones de personas, que los consideran su casa, viven directa o indirectamente de ellos y, jurídicamente, tanto para el derecho nacional como, por ahora, para el internacional, son sus dueños soberanos.

Lo recordé el otro día, al ver a representantes de la producción agraria uruguaya (USU) reunidos con dirigentes del Frente Amplio. De alguna manera, esos productores están parados sobre un polvorín, porque ocupan y explotan un recurso valioso (la tierra) para la que los intereses económicos globales tienen otros planes.

¿Cómo ejercen los habitantes del territorio su soberanía?

Ah, esa es otra historia, que involucra a Estados y a gobiernos, generalmente electos por los propios habitantes del territorio.

¿Qué los gobiernos no usan el poder del Estado para defender los intereses de sus habitantes y que tienden a entregar a inversores privados extranjeros recursos valiosísimos a precios ridículos?

Si, es cierto. La pregunta es cómo es posible que los habitantes de los territorios (es decir los ciudadanos) elijamos una y otra vez a gobernantes dispuestos a regalar los recursos valiosos del territorio.

Parece una pregunta tonta. Pero es clave. Imaginen que todos los gobiernos del mundo se negaran a entregar su agua, su petróleo, su gas, su tierra y sus minerales a empresas transnacionales o exigieran precios altos por proporcionar la verdadera sangre del sistema económico. Sería el acabose de esa economía que se nos anuncia como inevitable.

El poder económico ha inventado una palabra para la muy inusual clase de gobernantes insumisos: son “populistas”. No importa si son de derecha o de izquierda. Lo grave es ser “populista”. Porque, claro, esa clase de exigencias sólo puede hacerlas un gobierno o un gobernante que apele al respaldo de su población. Entonces, si antepone el interés o la voluntad de su población al desarrollo del comercio y del sistema económico mundial, automáticamente se vuelve “populista”, “reaccionario”, “comunista”, “responsable del calentamiento global” o “violador de los derechos humanos”. Es decir, todo lo contrario de gobernantes bienpensantes, insulsos y obedientes, como Macrón, Biden o Pedro Sánchez. Por eso, de inmediato la prensa internacional caerá sobre el “populista” para destruirlo,  el sistema financiero lo bloqueará y ejecutará, las calificadoras de riesgo le bajarán la nota y, si insiste mucho, puede llegar a sufrir un accidente repentino.

Más allá de lo anecdótico, y sin dejar de admitir que más de un gobierno “populista” usa el precio alto de sus recursos con fines nada loables, lo cierto es que los recursos esenciales del mundo no están todavía completamente controlados por nadie.

El poder económico transnacional avanza en el control de los territorios y de sus recursos por medio de tratados internacionales, contratos de inversión, presiones financieras y comerciales, publicidad, elecciones amañadas, corrupción, teorías económicas y sociales bien pagadas, tribunales internacionales, protocolos de buenas prácticas, o golpes de Estado y guerras si es necesario. Pero todo eso ocurre porque –es muy necesario recordarlo- no tiene el pleno control político de los territorios, ya que lo comparte con los Estados.

Vuelvo a la pregunta pendiente: ¿por qué los ciudadanos de los sistemas democráticos elegimos una y otra vez a gobernantes que nos someten a intereses externos?

Hay muchas formas de controlar a la gente. Se la puede convencer, engañar, asustar, comprar, desmoralizar, manipular, amenazar y hasta eliminarla. ¿Hay alguna de esas formas que no se aplique hoy en día en los procesos políticos nacionales o internacionales?

Yo no conozco ninguna. Todas se usan. Y el resultado es que discutimos, peleamos, nos asustamos y nos sometemos por temas irrelevantes, en tanto que los procesos económicos siguen su curso, con una transferencia cada vez mayor de recursos vitales a manos globales.

Objetivamente, el poder económico global tiene un problema. En la medida en que, por definición, es supranacional y desterritorializado, no tiene el control directo de los territorios, que formal, y en algunos aspectos materialmente, están en poder de los Estados, de los gobiernos y –dato nada menor- de sus habitantes, que los ocupan físicamente y, aunque lo ignoren y no la ejerzan, tienen su titularidad jurídica.

De modo que la actual lucha política global tiene por objeto, como hace miles de años, el control territorial, que hoy es compartido entre los Estados y los intereses económicos transnacionales. No por casualidad el Foro Económico Mundial y su coro de organismos internacionales se esfuerzan por convencernos de la necesidad de un gobierno mundial, alegando que “los problemas globales requieren soluciones globales” y que los Estados nacionales y sus procedimientos democráticos locales son ineficaces e inconvenientes.

Esa es una mentira profunda. Guste o no, los territorios, es decir el objeto de codicia, están estrictamente localizados. De modo que cualquier política local que logre obstaculizar o regular la extracción de sus recursos puede mandar al diablo a cualquier política global.

Ese es el gran secreto. El que hace que la lucha por defender el papel regulador de los Estados, por medio de gobiernos democráticos, siga teniendo pleno sentido. Aunque se nos diga que no y aunque el cómo hacerlo amerite serios debates.

 

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