Durruti aconsejaba “al fascismo no se le discute, se le destruye” y al neofascismo también
Los hechos acontecidos en la capital brasileña concitaron expresiones de condena inmediata en el país sudamericano y en el mundo. A una semana de la toma de posesión del tercer mandato de Luiz Inácio Lula da Silva y que este recibiera los parabienes de numerosos testigos internacionales, de un millón de concentrados -llegados de todo Brasil- el centro político de la ciudad, la Plaza de las Tres Culturas se convirtió en el sitio en que se agrupó una turba que en forma de asonada pretendió convertirse -para la mayoría- en el detonante de un acto sedicioso: un golpe de Estado contra los pilares de la institucionalidad democrática liberal.
Estos hechos vistos a cierta distancia temporal y geográfica me parece que deben ser analizados a la luz de sus expresiones internas y como corolario de sucesivas convocatorias del bolsonarismo para intentar ocultar el triunfo electoral de Lula y la coalición de partidos detrás de su candidatura. Fueron reiteradas en el periodo de gobierno de Jair Bolsonaro la exaltación de la dictadura y de las Fuerzas Armadas, al igual que el llamado a la intervención de estas cuando tomó conciencia en 2022 -sobre todo- que podía ser derrotado electoralmente. En resumidas cuentas, ese sector tuvo precursores y -en algún caso- promotores de los acontecimientos del 8 de enero. Para la ejecución de las acciones de violencia existió un caldo de cultivo, una mise en scène, desde -por lo menos- la primera vuelta en octubre pasado, por lo que solo una supuesta ceguera haría que el impacto fuera de sorpresa: los aires políticos pronosticaban tormenta, que permitieron hacer el cálculo de su alcance e incidencia, que ya sumaba al movimiento sedicioso el apoyo de las autoridades civiles, policiales y militares de Brasilia. Nuestra conclusión es la misma que la del venezolano William Serafino: “El bolsonarismo mantuvo a sus seguidores fanatizados tras la victoria de Lula; nucleados en torno a la narrativa del fraude prolongó el ánimo de movilización y con ello fueron creando la atmósfera de tensión psicológica necesaria para apostar por la acción violenta, una vez solidificadas las vinculaciones previas en la policía militar (…) que terminó escoltando a los asaltantes”.
Entre las declaraciones de Lula sobre estos hechos destaca aquella en que con lenguaje flamígero califica a quienes asaltaron los poderes el 8 de enero de “fascistas que se comportaron como verdaderos vándalos”, declaración que fue acompañada por un buen número de gobernadores estaduales allegados a Bolsonaro y senadores, incluido el ex vicepresidente, Hamilton Mourão. Para el historiador Odilon Caldeira Neto, de la Universidad de Juiz de Fora, “más allá de figuras radicalizadas y fanatizadas, existe una estructura política que les da base”. En su análisis afirma “la violencia política es parte fundacional del bolsonarismo, no una mera radicalización”.
Tras los comicios de octubre pasado, para quienes creían que Lula ganaría el balotaje, era creciente señalar que sería “rehén” del Parlamento al obtener 139 curules de 513 totales y donde la oposición contaría con mayoría de 190, sumados los ultrarradicales de Bolsonaro que obtuvieron 99 para ser primera minoría.
Vale la pena tener presente dos hechos: que la salida de la dictadura se sostuvo en un modelo de conciliación de élites, sirviéndose de una dinámica institucional pactada por militares y partidos tradicionales, mientras Lula ha sido electo para que con el presupuesto negociado con la mayoría conservadora dé alimento a 33 millones de personas, que no llegan a hacerlo por sí mismas, y mejorar la de otros 125 millones que presentan algunas carencias en el rubro. Aquí recordemos que Lula ganó en segunda por el estrecho margen de 51% a 49% -unos dos millones de votos-, aunque las exigencias a su gobierno son muchas más que las alimentarias -miseria, pobreza, empleo, violencia contra las personas, salud, paz social, educación, salud general, vivienda, ocio, cultura, sistemas de seguridad social y jubilatoria- todo con cargo al Estado y al presupuesto público. Para intentar la consecución de estos fines, Lula optó -hasta ahora con acierto- por dividir la derecha en el Parlamento, aislando a los ultraconservadores de la derecha racional, “civilizada y moderna”, reflexiva, dialogante, que permite gobernar y sostener los valores democráticos que le vienen heredados. En esa estrategia caben hasta anteriores bolsonaristas, ajenos -quizá- a la violencia, más inclinados -tal vez- a buscar y encontrar un líder sucesor.
Cito a la antropóloga Rosana Pinheiro-Machado, de la University College de Dublín, cuando señala que “las instituciones respondieron bien y el gobierno también salió fortalecido”. Y, sobre todo, acompaño su reflexión de que tanto bolsonarismo como anhelos por una dictadura son “un movimiento (consentido y acunado) por una década y desmantelarlo será una tarea y estrategia de años”.
Para el sociólogo argentino Julio Burdman, el asalto en Brasilia «provocó cierta fractura entre el bolsonarismo y buena parte de la derecha brasileña gobernante” y «sienta las bases para una partición de la oposición”. A partir de ahora «buena parte de los legisladores del bolsonarismo van a ser simplemente opositores de derecha» contra un Lula que «queda fortalecido por apoyos internacionales y ante un adversario más confundido», sostuvo.
Sobre lo internacional afirmó que Brasil buscará promover el protagonismo del país, abrazando la agenda ambiental, el diálogo con EE.UU, la UE, China, los BRICS y otros actores, mediante la cooperación y promoción de la integración regional del Mercosur. Hasta ahora, luego de la reunión de Celac y la ida a Montevideo, todos están conformes. A su integración para países gobernados por la izquierda y que sostienen la democracia y el capitalismo, parece que solo se requiere abolir la diferencia de país a país y creer que existe un programa mágico donde todo es fácil.
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