Marzo 1985, los últimos liberados

Nélida Chela Fontora exhibió con orgullo, de regreso al ca­labozo, una naranja. Se trataba de un botín. La mejor forma de honrar semejante hallazgo era dividirlo en mitades y compartirlo. Pero su com­pañera de celda entendió oportuno suspender las necesidades alimentarias y darle a ese manjar un uso didáctico. Con la uña, e infinita paciencia, transformó la fruta en un globo terráqueo. Trazó el contorno del conti­nente y dibujó a Uruguay. Entonces empezaron las preguntas.

Al comienzo, Chela se negó: ¿de qué servía una clase de geografía en esas condiciones de reclusión? ¿Para qué quería saber dónde estaban ubicados Brasil o Argentina? Si las necesidades básicas estaban lejos de ser satisfechas, ¿qué importancia tenía conocer las características de las fronteras del país? El objetivo inmediato era sobrevivir.

Esther Uribasterra (a la postre otra liberada de marzo de 1985) no claudicó. Tenía la profesión —era maestra—, la convicción y, ahora, una alumna. Ambas tenían tiempo y había que hacer algo con él para no enloquecer. Era 1972. Estaban presas en el Batallón de Infantería n.º 4 de la ciudad de Colonia.

Chela Fontora había sido detenida en Durazno. Pasó por diferentes cuarteles en Flores, Colonia, Mercedes, Paso de los Toros, y nuevamente Durazno y Colonia. En 1972 tenía 25 años y no sabía cómo ubicar Brasil en un mapa, a pesar de que había trabajado allí.

Nació en Tranqueras el 20 de mayo de 1947 y siendo muy chica se mudó junto a su familia a Villa Constitución, en el departamento de Salto. A los 7 años ya cuidaba a un niño, apenas menor que ella. No iba a pasar mucho tiempo para que pusiera en práctica su conciencia de la dignidad aprendida en el hogar. La patrona le tiró un trapo por la cara, poniendo como excusa el no haber limpiado bien una heladera, acción que devolvió con el mismo gesto. Luego tuvo que soportar con la frente en alto las acusaciones que la señora le manifestó a su padre, quien la tomó de la mano y se la llevó consigo.

Su papá trabajaba en el corte de caña de El Espinillar, establecimiento fundado en noviembre de 1952 que estaba enclavado en la confluencia de los ríos Uruguay y Arapey. Aunque perteneciera a una empresa estatal como Ancap, los trabajadores estaban lejos de gozar de condiciones labo­rales óptimas. No se pagaban los jornales, no se reconocían las ocho horas, se trabajaba de sol a sol con temperaturas que superaban los 40 grados.

En 1961 la Unión de Regadores y Destajistas de El Espinillar, donde militaba el padre de Chela, organizó la primera marcha cañera, hasta la ciudad de Paysandú. Ella se les unió con apenas 14 años.

Hay que ubicarse en lo que era —explica—. Una gurisa de 14 años. Y salir con los compañeros. Fui la única mujer. Mi madre no quería [que participara] porque yo era mujer, era menor, y mi padre dijo: «No». En la organización estuvo Raúl Sendic. Yo lo conozco de paso. Lo único que sé es que mi padre dice: «Si él defiende a los pobres, es bueno». Y a mí me queda eso; si él defiende a los pobres, es bueno

Cuando Chela dice «Hay que ubicarse en lo que era», esto implica realizar el ejercicio de imaginar a una jovencita de 14 años, en un ambiente rural, completamente masculino, militando por sus derechos. Esa lucha sindical la continuó una vez instalada en Bella Unión, junto a su primer compañero, el padre de su hija. Allí las condiciones eran aún peores:

Decían que el Uruguay era la Suiza de América. En esa Suiza de América de la que hablaban se vivía en la semiesclavitud. Así vivíamos nosotros, en la semiesclavitud. Sin tener vivienda, sin tener enseñanza, sin tener salud; pero, fundamentalmente, lo que no teníamos era qué comer to­dos los días.

La construcción de una idea errónea se evidencia cuando no hay modo de ocultar la mentira autoimpuesta. El mito de «esas cosas acá no pasan» al referirse a situaciones de inestabilidad institucional y política. La manía idiosincrática del uruguayo de autopercibirse superior y la urgencia de tomar distancia de lo que sucede en las naciones vecinas, como si los puestos aduaneros fuesen una barrera infalible para que lo malo no ingrese al país.

Los cimientos en que se sostienen las afirmaciones del tipo «como el Uruguay no hay» suelen ser de barro. A finales de la década del 50 el mito de la Suiza de América empezaba a hacer agua por todos lados. Las acciones sindicales y las movilizaciones estudiantiles eran disueltas por el brazo represivo del Estado.

En el norte del país no había lugar para los mitos. Los sepultaba la realidad de los cañeros. Vivían en «aripucas», ranchos a dos aguas cons­truidos con pedazos de caña, chircas y barro, con entrada por un lado y salida por el otro, sobre pisos de tierra.

El cañero tiene un vocabulario muy corto, no pasa de treinta y cinco o cuarenta palabras. A él no le llegó la enseñanza laica y gratuita, y cuan­do le llega hay que optar. Se trabaja para sobrevivir o se va a la escuela. Entre los dos siempre se elige lo primero (Fontora, Más allá de la ignorancia, 1989).

En los cañaverales no solo trabajaba el hombre, trabajaba la fami­lia entera, los niños y las mujeres. Pero solo era reconocido —eufemis­mo mediante— el trabajo del hombre, y era a él a quien se le pagaba. Ese pago consistía en la firma por parte del patrón de un papel o un cartón para que la familia pudiese abastecerse en los locales que eran también propiedad del dueño del establecimiento.

La mujer no recibía nada —asegura Chela—, ni siquiera el papel ese con el que vos podías ir a consumir, comprar. Ellos se consideraban dueños de nuestro trabajo, pero también dueños de nuestro cuerpo. Eso es una cosa que siempre planteo. Ellos se consideraban dueños de hacer con nosotras, todas mujeres jóvenes, lo que querían.

La mujer que trabajaba en la plantación sacaba la caña para afuera del surco, cortaba leña, hacía las tareas del hogar, criaba a los niños. Todo, absolutamente todo, sin reconocimiento alguno.

         La presencia de Raúl Sendic generó un despertar en los trabajadores de la caña de azúcar. Previamente se había movido por el centro y otras regiones del norte del país, organizando diferentes núcleos de trabajadores agrícolas: de las plantaciones de arroz del departamento de Treinta y Tres, de remolacha azucarera en Paysandú, hasta llegar a Bella Unión. Como defensor legal, ayudaba a que los obreros formaran sindicatos; en el caso de los cañeros, la Unión de Trabajadores Azucareros de Artigas (UTAA) (Alain Labrousse, Una historia de los tupamaros. De Sendic a Mujica, 2009).

Los principales líderes del novel sindicato, como Julio Vique, Ataliva Castillo, Félix Maidana Bentín —desaparecidos los tres—, Nelson Santana, Nicolás Colacho Estévez y Walter Cholo González, organizaron campamentos nocturnos para sus reuniones, a salvo del control de capa­taces y patrones. En su plataforma reivindicativa estaba cobrar la deuda que la patronal mantenía con los trabajadores, mejorar las condiciones de vida que llevaban en los establecimientos, hacer cumplir la ley de ocho horas y expropiar 30.000 hectáreas de los campos de Silva y Rosas, que por entonces rondaban las 130.000 hectáreas improductivas que solo acumulaban abrojos y animales muertos.

Advierte Chela:

Quiero decirte que yo a esas reuniones no iba. Primero, porque era mujer —después vamos a ir a la discriminación de la mujer por parte de los compañeros—; segundo, que era de noche; y tercero, que había un consenso de los compañeros, en que la mujer había determinadas cosas en las que no tenía que meterse.

Con el paso del tiempo Fontora se convertiría en una referente de la UTAA y terminaría integrando la directiva por iniciativa de los compañeros de base, que la propusieron para ese cargo en una asamblea.

El 2 de abril de 1962 ocuparon el establecimiento Cainsa, Compañía Agrícola Industrial del Norte Sociedad Anónima.

Fue difícil de explicar a aquel montón de trabajadores de la caña, que por generaciones enteras han sido y son explotados, que íbamos a reclamar nuestros derechos [ante los patrones], y no a romper máquinas, pegarles, o a matarlos. Sí que fue difícil. Se tenía enfrente a los responsables de la muerte de tantos niños, de la ignorancia, de la falta de viviendas, de la ausencia de la escuela y la salud (op. cit.).

¿Cómo reaccionar ante la muerte de un niño por desnutrición? A Chela le tocó sufrir el fallecimiento de su sobrinita, hija de su hermano Bebe Fontora y Lourdes Pintos, tiempo después en Treinta y Tres, a causa de una infección por tétanos.

Cuando muere —relata Chela—, viene el doctor Gotardo Bianchi y nos dice que mi sobrina había muerto de hambre, que nadie puede vivir a base de agua y yuyo. Pero a él le daba vergüenza porque no podía dar una dieta porque sabía que nosotros no teníamos qué comer.

En este contexto trágico se organiza la primera marcha a Montevideo. Chela destaca que no hubiese sido posible lograrlo sin la solidaridad de estudiantes, profesionales, de las diferentes facultades, incluso de los pro­pios vecinos de Bella Unión, como los doctores Bianchi y Salvador Porta.

En el recorrido de la marcha no faltaron los agravios y las provo­caciones. Cuando llegaron a la capital de Soriano circulaba un volante titulado «Fuera de Mercedes» que acusaba a Sendic, Mazziotti, Gramajo, Klingler Parés, Luque y a la «marica» Florio de usar a los cañeros como animales, ordenados por los «camaradas» de Moscú. Chela agrega sobre esto que se decía que los niños eran alquilados en Rusia y Cuba, que eran asesinos que venían en tanques.

Yo siempre digo, y lo recalco, que la dictadura no empezó en el 73 —dice Chela—. En cada marcha que veníamos nos paraban los milicos del Ejército y los milicos azules. Nos fichaban. Las mujeres para un lado, los hombres para otro, e inclusive quisieron sacarnos a nuestros hijos, cuestión a la que nosotros nos opusimos, por supuesto, no pudieron hacerlo.

La hostilidad por parte de las autoridades continuó en la capital. Hubo represión dentro del Palacio Legislativo. Frente a la Facultad de Medicina, la policía tiró contra los manifestantes e hirió a Ana María Silva, de 14 años, dejándola parapléjica.

De regreso, la situación continuaba agravándose. A los manifestantes les incendiaban las aripucas y se quedaban sin la posibilidad de trabajar, porque pasaban a integrar una «lista negra». Esto los obligaba a cruzar a las arroceras de Brasil junto a un núcleo de personas que vivía en la misma situación que los «peludos». «Para la pobreza no hay frontera», afirma Chela.

No esquiva ningún tema, los aborda sin necesidad de preguntas previas. Habla con firmeza en la voz y en la mirada. Alza el dedo índice de su mano derecha, como si estuviese dando la señal para que se tome nota de la importancia de lo que está diciendo. Profundiza en detalles, cuenta anécdotas en las que grafica las condiciones de vulnerabilidad, como cuando las ratas se comieron el chupete de su hija y la ropa de los trabajadores que ella y su cuñada Lourdes Pintos habían lavado y doblado.

Reafirma el hecho de que ella, al igual que su familia, era analfabe­ta, parte de una historia que se desarrolló al compás de la injusticia y la explotación, una violencia estructural contra la que tenía la obligación moral de rebelarse.

«Dentro de mi ignorancia nunca fui inhibida», dice al rememorar su primera detención. Solía ser designada por sus pares para hablarle a la gente, le gustaba plantear los problemas que tenían, los conocía de primera mano. Tenía 17 años cuando la encontraron parada sobre un cajón, hablándole a un grupo de personas de un barrio pobre que en su mayoría se dedicaba a la extracción de piedras semipreciosas, y la llevaron presa.

         No pasó mucho tiempo antes de que se incorporara al MLN. «Me preguntan: “¿Cómo entraste?”. Yo no sé cómo entré. Sí sé que es una cosa natural que pasa cuando vos vas viviendo que te reprimen acá, te reprimen allá, y te ofrecen esta otra salida a las condiciones en las que vivís». Su militancia en la organización fue breve. El 9 de mayo de 1970 cayó presa. La llevaron al cuartel de La Paloma en el Cerro, luego a Jefatura y de ahí a la cárcel de Cabildo, en donde las compañeras la recibieron cantando el cielito de los tupamaros.