Milagros y demonios, la fe en su laberinto por Marcelo Aguiar

En las últimas ediciones del semanario venimos intercambiando con Miguel Pastorino sobre el rol de la religión en nuestras sociedades, un debate con muchas ramificaciones que tienen como tronco común uno de los problemas filosóficos fundamentales de la tradición occidental: el conflicto entre razón y fe. (1) En muy resumida síntesis, y creo no estar distorsionando su punto de vista, Pastorino sostiene la inexistencia del conflicto, defendiendo una armonía en la que la fe “busca conocer y comprender sin miedo y expandiendo la racionalidad”.

Podríamos estar de acuerdo con esto si la fe quedara restringida a cuestiones metafísicas, éticas o existenciales, no falsables, evitando afirmaciones empíricas o históricas. Era esa la idea de los Magisterios no superpuestos que propuso el paleontólogo Stephen Jay Gould. Pero no es lo que sucede con las tres principales religiones monoteístas, cuyos textos sagrados contienen innumerables referencias históricas y afirmaciones de hechos, muchos de las cuales forman parte de sus dogmas. Como consecuencia, los creyentes se ven obligados a tomar partido en esta disyuntiva que confronta dos formas distintas y excluyentes de aproximación a la realidad. De un lado, la capacidad humana de pensar, argumentar y llegar a conclusiones mediante la observación, la lógica y el análisis crítico de las evidencias, y por otro la creencia en verdades reveladas por una autoridad divina, aceptadas en ausencia de pruebas empíricas o demostración lógica. Dos formas de ver el mundo que conducen por caminos divergentes y contradictorios, no solo en el terreno de la epistemología —¿es válido creer sin pruebas? ¿Qué constituye el conocimiento verdadero?—, sino también en la cosmología —¿el universo fue creado en seis días o evolucionó durante miles de millones de años?—; en la antropología —¿el ser humano fue creado a imagen de Dios o es fruto del azar y la selección natural?—; y en la ética —¿la moral proviene de Dios o de la razón humana? ¿Es moral actuar por fe ciega?—, entre otros ámbitos. (2)

Para los no creyentes, La Biblia puede ser vista como un conjunto de textos muchas veces violentos y moralmente cuestionables, repleto de errores históricos, absurdos científicos y contradicciones internas, escritos y recopilados por múltiples autores, con dudoso valor literario. Los cristianos fundamentalistas la ven como la palabra de Dios, y todo lo que allí está escrito es La Verdad, por lo que es muy fácil debatir con ellos recordando los incontables disparates y afirmaciones contradictorias que contiene. Pero debatir sobre La Biblia con creyentes moderados como Pastorino es siempre resbaladizo, porque todos los pasajes que muestran a un Dios violento, vengativo y cruel son ignorados, y sus afirmaciones inverosímiles, como la caminata de Jesús sobre el mar, por poner un ejemplo, son oportunamente disculpadas, con el arma infalible del sentido figurado. De ese modo, intentan depurar los textos de todos los pasajes incómodos, inllevables dado el estado actual del conocimiento.

Resulta en todo caso muy curioso cómo una vez cernido su contenido, persisten en asignarle un valor sagrado a sus restos deshilachados, esforzándose en rescatar enseñanzas de aquellos pasajes que a duras penas consiguieron traspasar el tamiz de la inteligencia y el sentido común de nuestra época. Convengamos que, para alardear de un dios racional, no era lo más inteligente dejar sus enseñanzas entremezcladas con un cúmulo de atrocidades, ni expresarlas de un modo tan confuso, pudiéndolo hacer en forma clara y sintética, sobre todo sabiendo de antemano las terribles consecuencias que tendría ese inexcusable acto de impericia. Algo que un redactor de manuales de Ikea hubiera podido resolver en dos patadas, vamos.

Pastorino nos dice que la idea de que “los fenómenos naturales no son manifestaciones divinas” tiene su origen en la Biblia. Pero para que esto fuera cierto habría que olvidarse por completo del Antiguo Testamento (“Si obedecéis mis mandamientos… yo daré la lluvia de vuestra tierra a su tiempo… Pero si vuestro corazón se apartare… se encenderá el furor de Jehová contra vosotros y cerrará los cielos.” -Deuteronomio 11:13-17), así como de varios pasajes del Nuevo Testamento como cuando Jesús calma una tormenta con su palabra (Marcos 4:35–41).

La desacralización de la naturaleza no surgió de la Biblia sino con los presocráticos griegos, quienes buscaron principios racionales, impersonales y materiales para explicar el cosmos. Tales de Mileto, Anaximandro, Anaxímenes, Heráclito, entre otros, comenzaron a explicar el origen del cosmos, la composición de los astros y fenómenos naturales como los eclipses, el viento, la lluvia o el rayo sin apelar a dioses personales o voluntades divinas. Tales sostenía que el principio de todas las cosas era el agua, y no una deidad. Anaximandro propuso el ápeiron (lo indefinido, lo ilimitado) como origen del cosmos, en lugar de un dios con voluntad. Ahí está el origen de este cambio que marcó un giro radical: del mito al logos, de la narración sagrada a la búsqueda de leyes naturales, de la fe a una incipiente razón.

Como puede verse, este recurso sesgado de rescate bíblico no resiste un análisis riguroso. Tampoco la visión idílica que presenta Pastorino de una Iglesia Católica que “enseña que jamás puede haber desacuerdo entre fe y razón”, porque la fe cristiana buscaría “conocer y comprender sin miedo y expandiendo la racionalidad contra todo reduccionismo”. Veamos.

Como se sabe la religión católica supone la existencia de dogmas, un conjunto de afirmaciones que los creyentes deben aceptar como verdades absolutas. Para la religión católica, constituyen dogmas la existencia de milagros; la resurrección de Jesús; la virginidad de María y la concepción virginal de Jesús; la transubstanciación (eucaristía); la ascensión corporal al cielo (de Jesús y María); la existencia del alma inmortal y su separación del cuerpo; la existencia del infierno y del cielo como lugares reales; la existencia de ángeles, seres incorporales dotados de inteligencia y voluntad; la oración como medio eficaz de influencia en el mundo físico; la existencia de demonios y la posesión demoníaca, etc.

No se trata esta vez de afirmaciones que puedan licuarse a conveniencia, interpretándolas en un sentido metafórico o simbólico. Son hechos incuestionables para los creyentes, y negar su valor de verdad constituye una herejía. Podríamos tomar cualquiera de ellos y hacer el ejercicio para ver cómo resiste la armonía que defiende Pastorino entre razón y fe.

Todos sabemos que hay nociones que no admiten los grises y sólo se presentan en uno de dos estados posibles, blanco o negro, cero o uno. Son las nociones binarias. Contrariamente a lo que ocurre con la dicotomía alto-bajo, o fuerte-débil, que admiten una gama infinita de casos, o se está vivo o se está muerto, un interruptor deja pasar la corriente o la corta. Es lo que pasa con la existencia de milagros, o los hay o no los hay.

Un milagro se define como un acto divino que suspendería las leyes naturales. Para las cosmovisiones teístas, no son meras anomalías, sino realidades incuestionables que refuerzan dogmas y prácticas espirituales. La institucionalización de esta creencia es evidente en procesos como la canonización: en 2024, el papa Francisco declaró santos a catorce individuos, un acto que, según el protocolo vaticano, requiere la aceptación de dos milagros por candidato (uno para beatificación y otro para canonización). Así, la Iglesia no solo afirma la existencia de lo sobrenatural, sino que lo codifica como parte de su estructura doctrinal. (3) (4)

Desde el naturalismo científico los milagros no sólo no han existido nunca, sino que no pueden existir. No hay excepciones, no hay zonas grises. Los eventos en el mundo real, todos los eventos, tienen causas naturales que pueden ser descritas mediante leyes o principios generales, incluso si esas causas no se conocen o se expresen en términos probabilísticos, como sucede con las ciencias basadas en la estadística o con mecánica cuántica. Pastorino reivindica la idea de un Dios racional, uno que construyó un mundo inteligible, que responde a leyes, pero no hay modo de salvar la contradicción evidente de leyes que no son tales, porque resultan violadas por Él a discreción.  

Como se ve, no hay mucho espacio aquí para la armonía. Enfrentados a dilemas como los milagros el creyente deberá elegir, o se está del lado de la razón, atendiendo a las evidencias, o se apaga ese interruptor y se mantiene fiel a sus creencias. Y esta disyuntiva se presenta ante cada uno de los dogmas que la religión obliga a reconocer como verdades. Todo lo que sabemos en materia de física, química, biología, y anatomía, nos permite afirmar sin espacio para la duda que ningún cuerpo revive tres días después de su muerte. Hasta que la Iglesia no se decida a realizar una reforma de fondo, hasta que no se produzca una perestroika que degrade estas verdades absolutas sumándolas al cajón de las simples metáforas, la “fe en la razón” de Pastorino no es otra cosa que una expresión de deseos.

Aquí es donde a menudo surge la noción del “Dios de los huecos”, un intento de preservar la fe replegándola hacia los márgenes de lo aún inexplicado. En lugar de confrontar la evidencia, este Dios se acomoda en las sombras del conocimiento, retrocediendo ante su avance. Solo una divinidad así —modesta, elusiva, y cada vez más abstracta— puede convivir pacíficamente con la razón, pagando el alto precio de su irrelevancia por fuera del mundo de las ideas.

Más que un cruce de caminos, entonces, se trata de un abismo epistémico que separa dos visiones irreconciliables de la realidad. En el relato cordial y armonioso de Pastorino la Iglesia apuesta a “expandir la racionalidad”. En la realidad actual, mientras la investigación científica avanza en campos como el mapeo cerebral para la comprensión, diagnóstico y tratamiento de enfermedades neurológicas y psiquiátricas, la Iglesia sigue orientada con la brújula del medioevo, realizando miles de exorcismos cada año. En 2024, sólo en la moderna Bruselas, se realizaron más de doscientos exorcismos, rituales en los que se trata a las personas con oraciones, crucifijos, incienso y agua bendita para expulsar sus demonios.

En su libro “El fin de la fe” el filósofo y neurocientífico Sam Harris propone pensar esta disyuntiva con una mirada de largo plazo:

Dentro de doscientos años, cuando seamos una próspera civilización planetaria que empieza a colonizar el espacio, algo de nosotros habrá cambiado; más bien tiene que haber cambiado, de lo contrario nos habremos suicidado diez veces antes de que llegue ese día. (…)

Va siendo hora de que reconozcamos que lo único que permite que los seres humanos colaboren entre sí, los unos con otros, es la disposición a que nuevos hechos modifiquen las creencias propias. Sólo abriéndonos a la evidencia y la discusión podremos alcanzar un mundo común para todos. Nada garantiza que las personas razonables se pongan de acuerdo en todo, por supuesto, pero las no razonables seguro que se dividen por sus dogmas. Este espíritu de indagación mutua es la antítesis misma de la fe religiosa.

Aunque puede que no lleguemos a un acuerdo sobre nuestra visión del mundo, sí parece extraordinariamente probable que nuestros descendientes consideren muchas de nuestras actuales creencias como imposiblemente pintorescas y suicidamente estúpidas. La principal tarea de nuestro discurso común será identificar las creencias con menos probabilidades de sobrevivir a mil años más de cuestionamiento humano, o más capaces de evitarlo, y someterlas a una crítica constante. ¿Cuál de las actuales creencias parecerá más ridícula desde el punto de vista de esas generaciones futuras, aunque sobreviva a la locura del presente? Resulta difícil pensar que la lista no estará encabezada por nuestras preocupaciones religiosas. Es lógico esperar que nuestros descendientes nos miren con gratitud. Pero también deberíamos esperar que nos miren con lástima y repugnancia, tal como nosotros miramos a los esclavistas de nuestro pasado demasiado reciente. En vez de felicitarnos ahora por el estado de nuestra civilización, haríamos mejor meditando en lo desesperadamente atrasados que pareceremos en el futuro, y esforzarnos por establecer en el presente las bases de ese refinamiento. Debemos encontrar el camino a un tiempo donde caerá en desgracia todo el que reclame una fe sin evidencias. Y dado el actual estado del mundo, no parece haber otro futuro deseable.” (5)

(2)  Sobre esta cuestión: https://semanariovoces.com/cosmovisiones-sobre-la-incompatibilidad-entre-humanismo-y-teismo-por-marcelo-aguiar/

(3) https://www.aciprensa.com/noticias/107711/homilia-del-papa-francisco-en-la-canonizacion-de-14-nuevos-santos-para-la-iglesia-catolica

(4) Sobre este tema en nuestro país: https://simplesconjeturas.wordpress.com/2015/08/20/fascinacion-por-la-ignorancia/

(5) Sam Harris, “El fin de la fe” Ed. Paradigma (2007)

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