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Milei, ¿Gato o liebre? Por Hoenir Sarthou

Milei, ¿Gato o liebre? Por Hoenir Sarthou
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No habían pasado 24 horas desde que fue electo presidente de los argentinos, cuando Javier Milei anunció las primeras medidas que adoptaría su gobierno: la venta –equivalente a la privatización- de YPF y de las emisoras públicas de radio y televisión.
Por varias razones, ese anuncio resulta una señal confirmatoria de que la meteórica carrera política del electo presidente fue una cadena de engaños.
¿Recuerdan que Milei se lanzó al estrellato hablando pestes de la “casta política”, a la que acusó de inepta, ineficiente y corrupta?
Extrañamente, a gran parte del público argentino le pareció lógico que esa crítica feroz a la casta política llevara adosadas definiciones antiestatistas, ultraliberales, pretendidamente “libertarias” o “anarcocapitalistas”. Aunque en realidad no hay ninguna relación lógica en eso.
Supongamos que yo denunciara e incluso demostrara la poca capacitación y pésima conducta de los conductores de ómnibus, de los maestros o de los médicos. ¿Puede deducirse de eso que hay que eliminar el transporte colectivo, o la enseñanza y la salud públicas?
No, claramente, no. Esas políticas requerirían una justificación mucho más profunda. De lo contrario, podrían contestarme: “Formá o elegí mejor a los conductores, a los maestros y a los médicos, pero no te metas con el transporte colectivo, las escuelas públicas y los hospitales, porque en ellos se traslada, se educa y se atiende la mayoría de la población, que no puede acceder a servicios privados más caros”.
Pero, por alguna razón, esa lógica elemental no funcionó respecto a Milei, que convenció a casi quince millones de argentinos de que la ineptitud, ineficiencia y corrupción de su dirigencia política no se soluciona eligiendo a una mejor dirigencia política, sino desmontando al Estado y confiando en que unos maravillosos y eficientísimos intereses privados harán una “Argentina nuevamente grande”.
Ese fue el primer engaño. Muy exitoso, como quedó demostrado el domingo pasado.
El anuncio del lunes parece indicar el inicio de la segunda etapa del engaño.
Se supone que un modelo económico ”libertario” o “anarco capitalista” (según la autodefinición adoptada por Milei) apostaría a la iniciativa, a la inversión y al riesgo del capital privado, no al apoderamiento privado de capital público.
Entendámonos. La venta y privatización de YPF y de los medios públicos de comunicación no es una medida conceptualmente liberal, de las que adoptaría la austera escuela austríaca de economía.
Es una típica jugada de “viveza” neoliberal, de las que recomiendan los discípulos de la escuela de Chicago. No consiste en propiciar la iniciativa, la inversión y el riesgo de los capitales privados, sino en rematar y rapiñar bienes públicos, promoviendo un capitalismo que en realidad es prebendario del Estado, en la medida en que se apodera, especula y gana con recursos, empresas, capital y bienes públicos.
Esta película ya se exhibió en la Argentina durante la época de Menem, que, con menos discurso ideológico, simplemente vendió todas las empresas y los recursos públicos. Con esa plata hizo caja y les proporcionó a los argentinos un alto nivel de vida durante varios años. Hasta que no hubo más que vender, y los argentinos se encontraron tan hundidos como hoy, pero en un país en que nada les pertenecía.
El primer engaño de Milei fue preelectoral, y consistió en confundir al Estado con el gobierno y en especial con los gobernantes, haciéndoles creer a sus votantes que para castigar a la “casta política” había que desmontar al Estado. El segundo engaño, post electoral, es hacerles creer a los argentinos que reducir o desmontar al Estado equivale a transferir sus recursos, bienes y empresas a intereses privados.
Y todavía no asumió el gobierno.
El “deja vu” respecto a la era menemista es inevitable. Cambien las patillas por la melena, sustituyan la retórica peronista por el agresivo discurso ultraliberal, y esperen a ver los resultados.
Quienes deben frotarse las manos ante el panorama argentino son los “CIOs” de las corporaciones transnacionales y los administradores de grandes fondos de inversión. Porque hay en el aire un inconfundible olorcito a remate, en el que no será difícil adueñarse aun más de cosas valiosas, como las empresas públicas, el petróleo, el litio, el Río Paraná, el Chaco y los ricos territorios del Sur.
¿Estoy hablando de la Argentina?
Bueno, sí y no.
Hablo de la Argentina y también del Uruguay. En realidad, el proceso del que estoy hablando es mundial. En todos lados, el poder económico financia y condiciona a políticos y a gobiernos para facilitarse el acceso y el control de los recursos valiosos del territorio.
Para lograrlo, necesita neutralizar a los Estados, desactivar controles, ignorar fronteras, burlar limitaciones constitucionales, evitar impuestos, saltearse regulaciones ambientales.
Todo lo que debilite la confianza en los Estados y en los sistemas políticos democráticos es funcional a ese proceso por el que el poder económico pretende asumir el control político de las sociedades y de los recursos territoriales. La corrupción, la incapacidad y el descrédito de los gobernantes, por ejemplo, son imprescindibles.
Pero lo verdaderamente indispensable es quebrar el nervio cívico de los pueblos, sumir a los ciudadanos en la impotencia, en la incertidumbre, en la desconfianza mutua, suprimir los elementos educativos y culturales que les permitirían captar su situación, enfrentarlos en conflictos inútiles, manipular y banalizar la información, crear ídolos y liderazgos efímeros, presentar amenazas constantes pero cambiantes (epidemias, guerras, crisis ambientales) que los mantengan en estado de miedo y de angustia, promover actividades lúdicas y de entretenimiento que reduzcan su interés y capacidad de analizar la realidad.
Si algo es contraindicado para ese proyecto de control económico global, ese algo son las sociedades políticamente organizadas. Es decir, un Estado dispuesto a ejercer la soberanía sobre su territorio y a administrarlo conforme a los intereses y a la voluntad política de sus habitantes.
Por eso, desde la izquierda y desde la derecha, desde la academia, desde los “think Tank”, los medios de comunicación, la publicidad, las redes sociales y las empresas de entretenimiento, nos llega un pertinaz discurso que desacredita lo cívico, lo estatal, lo político.
Creer en ese discurso es la actitud más suicida que puede cometer cualquier persona común.
Desde que el mundo es mundo, hay cuatro grandes fuentes de poder, que coexisten y compiten a la vez.
La primera es la fuerza, o el poder de las armas. La segunda es la riqueza, o el poder económico. La tercera es el poder político, consistente en una institucionalidad fundada en el consentimiento o el acatamiento de una porción numerosa de los miembros de la sociedad de la que se trate. La cuarta, mucho más difusa, es el poder ideológico (algunos le llaman “la cultura”), que puede definirse como la capacidad de moldear la representación del mundo y de la vida que adoptan los miembros de una sociedad dada.
El conflicto central de este Siglo XXI bien puede ser leído como un proceso global por el que el poder económico intenta sobreponerse y controlar a las otras fuentes de poder.
La capacidad del poder económico para controlar al poder de las armas, parece ya demasiado evidente. Atrás quedaron las rebeliones medievales que se hacían con azadas y guadañas. Cualquier conflicto militar moderno tiene un costo que lo hace inaccesible para todo grupo humano que no cuente con un respaldo económico equivalente al del enemigo que pretende enfrentar.
Las relaciones entre el poder económico y el poder político-institucional también parecen inclinarse hacia el predominio del poder económico. Aunque ocasionalmente vemos a gobiernos y dirigentes políticos que intentan enfrentar las directrices económicas globales, es evidente lo frágil y riesgoso de esas rebeldías. Las presiones financieras, los ataques mediáticos y publicitarios (controlados por el dinero), las intrigas y traiciones internas, los reveses electorales, las rebeliones y los golpes de Estado, los ataques militares externos e incluso los atentados hacen que las rebeldías político institucionales sean escasas y peligrosas.
Puede decirse que el terreno de lucha más vigente es el ideológico. La cultura, las convicciones filosóficas, políticas, morales y religiosas de una sociedad son el terreno más inexpugnable para el poder económico.
Por ejemplo, convencer a un individuo formado en la moderna cultura occidental de renunciar a sus libertades y derechos, o a sus hábitos de consumo, o de que debe someterse a decisiones ajenas, o de que debe considerarse inferior a otra persona, es tarea trabajosa. No es que sea imposible, pero son necesarios mucho miedo y mucha presión para lograrlo. Supongo que algo similar ocurre, aunque con otros signos, en otras culturas, en que predominan valores religiosos o filosóficos diferentes.
En ese contexto, ¿cómo interpretar al fenómeno Milei?
Una interpretación sencilla es que está atacando al poder político, para someterlo al poder de intereses económicos privados. Eso es muy obvio.
Pero hay algo mucho más importante detrás. Milei es también un ataque a ciertas convicciones filosófico-políticas muy fuertes de las sociedades occidentales.
Básicamente ataca a la autoconfianza de la sociedad para organizarse políticamente e incidir en la economía. Les dice a los argentinos –y nos dice a todos- que la sociedad debe abandonar toda decisión en manos de quienes, como ejecutores de divinos e inescrutables mandatos del mercado, saben qué es lo que conviene a todos.
Ingenuo de quien crea que eso es sólo una política económica.

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