Mirándonos al espejo

La intervención de los Estados Unidos en Venezuela nos plantea, a nosotros, latinoamericanos, una seria cuestión ética y moral. Días más, días menos, la situación en Venezuela se va a resolver sin nosotros, y eso se pudo haber evitado.

Desde que se inició el proceso de descolonización, las fronteras de esta inmensa región que se ha denominado América Latina han permanecido casi en las mismas delimitaciones originales, y eso sucedió dos siglos atrás. América Latina no existe como institución, pero sí de hecho. Ese es su principal valor, porque no ha sido un impedimento para que países grandes y chicos puedan coexistir, ni siquiera después de una guerra tan terrible como la de la Triple Alianza. La región ha sido capaz de demostrar un entendimiento mucho más sólido que el de cualquier otra región del mundo.

Nunca el mundo había estado tan cerca del holocausto nuclear como en la crisis de los misiles, como consecuencia del armamento nuclear que la URSS había introducido en Cuba. Nuestros países, con la firma del Tratado de Tlatelolco en 1967, le aseguraron al mundo, que no participarían de la loca carrera del armamento nuclear.

Así como la inmensa mayoría de los países que componen la región mantienen un proceso democrático sostenido, las dictaduras se cuentan con los dedos de una mano.

Pero, actualmente, Venezuela está suspendida en su integración al Mercosur, por violar el Protocolo de Ushuaia, en cuanto a su compromiso democrático. Ese antecedente debió haber sido suficiente para que América Latina le exigiese la repetición de las elecciones con garantías fijadas por la comunidad internacional y no por el régimen que las violó.

La izquierda latinoamericana, salvo la que gobierna en Chile, no ha sido contundente, en marcar una diferencia nítida con respecto al pasado, cuando la hermandad de las dictaduras militares gobernaba sin rendir cuentas. El temor de la izquierda a darle argumentos al “enemigo” es absolutamente equivocado, y la prueba está en la situación actual: la fuerza política que ganó las elecciones denunció el fraude, pero no obtuvo el apoyo necesario para obligar al gobierno de Maduro a respetar el resultado. Si los gobiernos democráticos y las instituciones que los representan son impotentes, ¿ante quiénes deben recurrir los destinatarios del voto popular?  La respuesta no es solo necesaria para Venezuela sino para todos quienes se sientan confundidos, porque tal como están las cosas solo la intervención del ejército de Estados Unidos podría obligar a Maduro a respetar, por la fuerza, el resultado electoral. Como dijo Deng Xiaoping ante el enorme cambio que le exigía a China utilizar los mecanismos del capitalismo para conseguir las reformas que el país socialista más extenso y poblado del mundo necesitaba: “No importa que el gato sea blanco o sea negro, lo que importa es que cace ratones”. El ejército de Estados Unidos es especialista en pasear su armamento por todo el mundo.

¿Qué debió hacer la izquierda uruguaya cuando la URSS invadió Checoslovaquia? Exactamente lo que hizo la Federación de Estudiantes Universitarios del Uruguay: rechazar públicamente la invasión de Checoslovaquia, que proponía un “socialismo con rostro humano”. El tiempo le dio la razón a la FEUU, y la URSS no se desplomó por la acción de la CIA sino por sus propios errores en la construcción de un sistema de gobierno de partido único y una trinchera de lucha radical contra el capitalismo.

¿Qué ayuda le ha proporcionado la izquierda latinoamericana al pueblo de Cuba al sumarse al relato de un gobierno que ha hundido en la miseria al Estado que, junto a Argentina y Uruguay, a principio de los cincuenta, presentaba los mejores indicadores económicos y sociales de América Latina? No lo entendimos en aquel momento. y nos dejamos llevar por la tiranía del corazón, por nuestras emociones juveniles. Nuestros abuelos llegaron aquí en defensa de sus derechos más básicos. También el padre de Fidel y Raúl Castro, los padres de Camilo Cienfuegos, los de Frank Pais y Manuel Piñeiro llegaron a Cuba como inmigrantes, así como los de tantos dirigentes revolucionarios cubanos. La enorme inmigración de venezolanos y cubanos que hoy llega a nuestro país lo hace atraída por las garantías que imaginaron había aquí, y no se equivocaron. Pero nuestro país comete el mismo error que cometió ante la invasión de Checoslovaquia: estos inmigrantes querrían vivir en su país, no en el exilio. Pero a Uruguay le cuesta identificar al gobierno chavista con una dictadura. Deja a los venezolanos que se prendan solos al clavo caliente que les ofrece Donald Trump, que no solo nos cae mal a los uruguayos.

Nosotros, latinoamericanos del sur, con nuestra propia versión de la democracia, nos vemos obligados a tomar una dura decisión. La propia oposición venezolana también lo sentirá así.  Pero hasta ahora le hemos fallado a ese pueblo hermano, y también al de Cuba. Pero primero, lo más urgente, será la caída de Maduro, que no tiene atenuantes. Es el momento de no hacernos trampas, de mirarnos al espejo.

Detrás de esta Venezuela acecha el peor de los futuros. El fiscal Nisman pagó con su vida haber descubierto la trama de ese oscuro porvenir. Esa era la barra a la que Alberto Fernández quería abrir las puertas de América Latina.

Está en riesgo poder ir al rescate de lo que hizo atractiva nuestra sociedad tan particular, rodeada por los dos países más grandes de Sudamérica sin que tengamos que temer a otra guerra de la Triple Alianza. Los tres partidos mayoritarios ya gobernaron este país y, más allá de matices, Uruguay ha sentado las bases para una coexistencia política muy saludable, lo mismo debiéramos querer para Venezuela y toda América Latina.

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