Es una afirmación más que reconocida y reiterada en foros académicos y en el activismo social que el derecho a la ciudad implica, entre otros aspectos fundamentales, asegurar el derecho a la vivienda y a un hábitat dignos.
No obstante, no es ocioso recordarla una y otra vez.
Por cuando el asegurar a las personas y a las familias el acceso y la permanencia en una solución de la vivienda y el hábitat adecuados, hacen a las condiciones mínimas fundamentales para la vida y para la convivencia.
Montevideo tiene un stock edificado significativo y valioso, tanto desde el punto de vista económico como patrimonial. La arquitectura de la ciudad es, en buena medida, arquitectura de viviendas, individuales y colectivas, precarias o confortables, económicas o suntuarias. Y ese importante y valioso stock edificado se ha venido incrementando de manera notoria, al impulso al menos de dos grandes tendencias: por un lado, la promoción privada con la vivienda exonerada de impuestos (“vivienda promovida”) que ha construido y sigue construyendo decenas de miles de unidades nuevas; por otro lado, la vivienda de financiamiento público, principalmente cooperativas (de ayuda mutua o de ahorro previo) que también sigue sumando miles de viviendas nuevas.
En paralelo, la situación habitacional en Montevideo (que no crece en población, sino que persistentemente decrece), deja mucho que desear. Subsiste la precariedad habitacional, dispersa en la trama de los barrios populares y concentrada en los asentamientos irregulares. Esto da cuenta, junto a otros indicadores, de la existencia de un déficit habitacional que persiste. A la vez, se registra un alto número de viviendas vacías y de inmuebles vacíos, degradados y abandonados.
Actuar sobre ellos es no solamente sobre el déficit habitacional sino además sobre la posibilidad de regenerar el tejido social en barrios y lugares donde está muy debilitado.
Mientras tanto, se incrementa el número de los hogares y disminuye correlativamente el tamaño de esos hogares, aumentando los monoparentales, por lo general de jefatura femenina, y las personas que viven solas.
Si perseguimos la utopía levantada por organizaciones y colectivos sociales, que no haya “casas sin gente ni gente sin casas”, habrá que seguir insistiendo con la función social de la propiedad, establecida en la legislación nacional, y en la responsabilidad del propietario y su obligación de usar y cuidar.
A la vez, esto plantea demandas y obligaciones a los gobiernos, entre ellas obligaciones específicas para los gobiernos departamentales y municipales.
Por lo pronto existen competencias concurrentes entre lo departamental y lo nacional. Si bien los recursos más importantes los gestiona el gobierno nacional a través del Fondo Nacional de Vivienda y Urbanización, los gobiernos departamentales y en especial el de Montevideo han contribuido y apoyado el desarrollo de los programas de vivienda. Ejemplo de ello son la Cartera de Tierras para vivienda desde 1990, los programas de relocalización y regularización de asentamientos, las oficinas de rehabilitación urbana y otras acciones que se orientan a mejorar y posibilitar el acceso a una vivienda digna.
Estoy convencido que en Montevideo se puede avanzar aún mucho más.
Montevideo puede y debe ser reconocida como una ciudad cooperativa. Las cooperativas de vivienda, con casi 60 años de trayectoria en el país, han construido ciudad, están presentes en muchos barrios y forman varios barrios cooperativos. Entiendo que es necesario retomar y potenciar esa energía colectiva para trascender a la mera solución de vivienda y extender los beneficios de ese sistema a la escala de barrio, con más servicios, equipamientos y mejor calidad urbanística.
Se debe siempre aspirar a mejores resultados. Montevideo puede hacerlo real.