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Nixon parecía lo peor hasta que llegó Trump por Ernesto Kreimerman

Nixon parecía lo peor hasta que llegó Trump  por Ernesto Kreimerman
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En el imaginario colectivo de los hombres y mujeres democráticos de los Estados Unidos estaba asumido, sin lugar a ninguna duda y sin posibilidad de repetir una experiencia tan penosa para los valores que hacen a su identidad como nación, que Nixon representaba lo peor que les había tocado en suerte desde el punto de vista de la ética pública y la calidad institucional democrática. Tan así, que incluso quienes tuvieron mucho que ver con aquellas horas, se sacudían de su ropaje cualquier vínculo que los pudiera vincular de manera directa o indirecta. Pero cincuenta años después, hay un “clon mejorado”, también desde dentro del Partido Republicano, que lo superado. Y ese autócrata es Donald Trump.

Entre aquellos estadounidenses había una inspiración moral de la democracia inicial del país, que se remonta al presidente George Washington, al final de su segunda presidencia y el año 1796. Esa máxima principista fue rescatada en aquellos años sesenta y sesenta del siglo XX, y también fue recordada en tiempos más cercanos, en los años de Donald Trump. En el recordado discurso de fin de periodo de gobierno, Washington sentenciaba: “Los hombres astutos, ambiciosos y sin principios podrán subvertir el poder del pueblo y usurpar para sí mismos las riendas del gobierno”.

Manuel Belgrano, un intelectual ilustrado que tuvo destacada actuación en la revolución de mayo de 1810 y en las posteriores luchas por la independencia argentina, conoció en 1805 el texto de este discurso de Washington, provocando una profunda admiración a los principios expuestos. A tal punto, que “ansioso de que las lecciones del héroe americano se propaguen entre nosotros”, se dedicó a traducirlo con ayuda de Joseph Redhead, su médico estadounidense. Belgrano, en su afán didáctico por mejor ilustrar a los demócratas argentinos, escribíó: “suplico solo al gobierno, a mis conciudadanos y a cuantos piensen en la felicidad de la América, que no se separen de su bolsillo este librito, que lo lean, lo estudien, lo mediten, y se propongan imitar a ese grande hombre, para que se logre el fin a que aspiramos, de constituirnos en nación libre e independiente”.

 

El antecedente Nixon

Richard Milhous Nixon fue el 36º vicepresidente de los Estados Unidos (1953-1961) y el 37º presidente, habiendo ganado dos elecciones presidenciales, las de 1968 y las de 1972. Un hombre oscuro y obstinado, que logró sobreponerse a la derrota que le propinó John F. Kennedy, políticamente severa, pero en términos concretos, de votos, significativamente estrecha. Estados Unidos estaba muy dividido y los años sesenta fue una década, como la siguiente de los setenta, muy intensa en debates y confrontaciones.

Según Alexander Butterfield, uno de sus principales asesores, personaje central del libro de Bob Woodward “El último de los hombres del presidente”, Nixon, su jefe, era una persona «solitario, vengativo y engañoso, torpe e inseguro hasta el punto de la paranoia». Y concluía: también era una persona con capacidad de «estrategias perversas» y «obsesivamente secreta».

El escándalo de Watergate (emblemático edificio de Washington donde se ubicaban unas oficinas del Partido Demócrata) se desarrolla durante y después de las elecciones presidenciales de 1972. Nixon competiría por la reelección y su contrincante era George McGovern. El disparador de las investigaciones que acabarían con una presidencia corrupta lo da un guardia de seguridad que descubrió pistas de que exagentes del FBI y de la CIA habían violentado y robado documentos de diversos tipos de las oficinas del Partido Demócrata (17 junio 1972) y de su candidato George McGovern. Pero los atropellos no se limitaron a ese incidente, que en sí mismo era ya muy grave, sino que esa acción era apenas un eslabón de algo más grande, que incluía seguimientos ilegales, escuchas telefónicas clandestinas y robos de documentos relacionados a la elaboración de la estrategia electoral del candidato demócrata.

Fue el Washington Post, a partir de las investigaciones de Bob Woodward y Carl Bernstein, quienes comenzaron a exponer ante la opinión pública las acciones delictivas del presidente Nixon y su banda mafiosa. Con mayor o menor rigor, de esto se ha escrito mucho, pero el resumen es que el Departamento de Justicia de los EE.UU., la Cámara de Representantes, el Senado hicieron lo suyo. Pero no es exagerado concluir que el rol de la prensa fue clave para derrumbar esa organización montada para secuestrar la democracia.

El punto de quiebre en el proceso formal ocurrió cuando la Corte Suprema de los Estados Unidos ordenó a Nixon entregar las cintas de la Oficina Oval a los investigadores del gobierno. Esas cintas de la Casa Blanca de Nixon dejaron al descubierto que el presidente y sus principales asesores habían conspirado y desarrollado actividades clandestinas e ilegales, como seguimientos, escuchas e invasión nocturna de oficinas, además de valerse de funcionarios federales para desviar la investigación.

Vale recordar que fue el Comité Judicial de la Cámara de Representantes que formuló tres acusaciones para el juicio político: por obstrucción de la justicia, abuso de poder y desacato al Congreso.

Acorralado, abandonado, y convertido en una plaga política, Nixon renunció el 9 de agosto de 1974, una vez que se habría asegurado su indulto, hecho que sucedió el 8 de setiembre del mismo año, por parte de su vicepresidente y sucesor Gerald Ford.

De la vergüenza Nixon, a la vergüenza Trump

De aquella jauría republicana encabezada por Richard Nixon y sus fechorías, han transcurrido cinco décadas. En 1972, más o menos por estos días, Nixon arrasaba a la interna republicana y se hacía de la candidatura presidencial. Competiría con George McGovern, de Dakota del Sur, que presentaba una plataforma orientada al gasto social y una mayor intervención del estado; se posicionaba a favor de un desarme unilateral en tiempos de la guerra fría. Allí se centró buena parte del ataque: “radical peligroso” y “medio loco”. En noviembre de 1972, Nixon alcanzaría una victoria amplia, con el 60%, equivalente a 520 electores contra 17 de McGovern y 1 de un candidato independiente.

Nadie hablaba de las prácticas políticas del núcleo Nixon. Se haría público un extraño caso de intromisión de la sede central del Partido Demócrata, en el edificio Watergate, ocurrido el 17 de junio de 1972 que dejó al descubierto las escuchas ilegales realizadas por colaboradores del presidente. Durante el juicio, los acusados confesaron ante el juez Sirica, encargado de la investigación, que habían sido enviados por altos responsables del Partido Republicano.

Rápidamente el castillo de naipes se comienza a desmoronar. El intento de argumentar que era un hecho aislado fracasa pues todas las semanas se conocían nuevos hechos de corrupción. Su vicepresidente, Spiro T. Agenw, fue acusado de soborno y tuvo que dimitir, siendo sustituido por Gerald Ford, que semanas después, relevaría a Nixon y lo indultaría.

De estos hechos han transcurrido cinco décadas. Ahora se vive la previa a las internas partidarias. Y el 8 de noviembre próximo, 34 de los 100 senadores se juegan sus bancas, que rendirán por seis años, hasta el 3 de enero de 2029.

El fantasma de Trump ronda este escenario. No es que Trump tenga las mismas cualidades que Nixon. En lo personal, son muy diferentes. Pero en sus métodos y posicionamiento ético se parecen mucho, demasiado. Hay quienes aseguran que Trump es de un talento democrático aún menor que el de Nixon. Aún más, Nixon supo contar en una relación ambivalente, con Henry Kissinger, que merece todos los reparos, todos menos tres: inteligencia y capacidad doctrinaria, capacidad estratégica y don negociador.

Trump no ha tenido nada de eso. Tampoco locura. Si una capacidad para la ruindad, incomparable. Sus estrategias y sus búsquedas políticas son representativas de lo más reaccionario del sistema político estadounidense, lo más corroído y en muchos aspectos, ha coincidido y apoyado postulados racistas y homófobos.

Nixon parecía lo peor que había deteriorado la democracia estadounidense, hasta que llegó Trump que lo superó. La pregunta hoy es si esta misma democracia ha generado anticuerpos como para cerrarle el paso a Trump, o si la trasnochada tentación imperial puede más que los principios y la realidad.

 

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