Uno se sienta a tomar un chocolate caliente y, si es suficientemente curioso y no se abstrae, escucha alguna que otra conversación a su alrededor. Entre “este calor no hay quien lo aguante”, “estoy harto de la murga cada noche” y “Nacional tiene de hijo a Peñarol”, oí decir a una mujer que no cambiaría de opinión sobre un tema significativo para ella. “Mi opinión está formada y no la voy a cambiar por nada del mundo” (sus palabras fueron menos sutiles, digamos). Todo de ella hacía notar su cerrazón: estaba iracunda, cruzaba los brazos, giraba los ojos con desprecio. Quien aparentaba ser su madre intentó que ejercitara un poquito de flexibilidad y sólo logró que despotricara más intensamente.
De tiranías subjetivistas
El culto contemporáneo a la individualidad tiene problemas de esa clase. En lugar de lo que Kant llamó “mentalidad ampliada” (Crítica del juicio, 1892), hay una suerte de “soberbia ensanchada” y un orgullo férreo por la propia opinión. Nos identificamos mucho con lo que decimos pensar, sin saber, en primer lugar, que ni siquiera lo pensamos de verdad. Es decir, que no hemos pensado para “pensar” lo que decimos pensar. Ya sabemos que tenemos opiniones espontáneas que muchas veces derivan de prejuicios inobservados, contenidos cognitivos no examinados, nociones burdas y amplias sobre ciertas cuestiones, con una carga emotiva muy densa para mirarlos con distancia. Nos importa mucho lo que pensamos y nos tomamos, a menudo, tan en serio, a pesar de la advertencia de Oscar Wilde de que la vida es demasiado importante para tomársela con seriedad. Más aún: somos fanáticos de nosotros mismos, recalcitrantes con nuestras posturas. Ni que fueran tan fantásticas.
Pienso que (quizá) esto guarda relación con dos tiranías que han aparecido en los últimos tiempos: el subjetivismo emotivo del “yo siento” y el subjetivismo cognitivo-existencial de “mi verdad”.
En lo que refiere a lo primero, parece que ya no es necesario pensar porque basta con sentir. El problema está en el modo en que lo formulamos y, en ocasiones, el objeto al que se dirige la formulación. Por ejemplo, podemos decir algo concreto como “siento que estás en negación” o, más general, “siento que es verdad” tal o cual cosa. Bajo la tiranía del “yo siento”, es indiferente si efectivamente la persona está en negación o no, basta con que uno lo sienta para que la situación psíquico-existencial del otro quede reducida a una opinión volátil basada en un sentir radicalmente subjetivo, que renuncia a toda pretención de objetividad comunicable, de argumentación racional, de diálogo auténtico. Con eso, basta para que sea cierto; si no basta, uno se pone a echar humo por las orejas porque siente (otra vez) que le violentan el sentir.
En cuanto al “yo siento” que es verdad, la cuestión ya es más problemática, porque se reduce el criterio de cualquier verdad al sentir individual. No hace falta mostrar el museo de absurdos al que lleva una postura así. Después está el problema de formular las opiniones en términos de “mi verdad”. Uno imagina que cierta verdad es de uno y que perdería algo si se le ocurriera cambiarla. Incluso si estuviera dispuesto a aceptar que la propia no es la verdad en sentido profundo, con que sea “mi verdad”, es suficiente para ni siquiera tener que examinarla. El orgullo se ata a ella como una liana extasiada. Así, estas dos tiranías van cerrando el círculo del individualismo que se basa en dos formas de subjetivismo un tanto excesivo y absurdo, en el sentido de que niega de base el acceso a la inteligencia (diría razón, pero, en el Reino Universal del Sentir, es un exiliado político).
De la recalcitrancia
En Apología, Sócrates recuerda haber cuestionado a un político porque parecía ser alguien con un saber específico, completo, serio; además, la gente estaba segura de que efectivamente sabía lo que decía saber. El político se mostraba muy convencido de su saber, que Sócrates trituró con argumentos. Más grave es que el político carecía de la disposición a escuchar argumentos válidos, razonables, que pudieran poner en duda su supuesto, autoafirmado saber. Si bien tenía la capacidad de entender contenidos cognitivos específicos, su disposición mental era la de un hombre hermético, que había abandonado la escucha y la consideración de la validez de otras posturas. El político era, como lo llama Mark Button (Political Vices, 2016), un recalcitrante con pretensiones de verdad, un hombre que confundía su perspectiva con la posesión de las verdades objetivas. La orientación recalcitrante implica que la persona no se conoce a sí misma como tal y está convencida de forma contumaz de la certeza de su saber. Ahora bien, el problema es que su condición le impide distanciarse de sí misma lo suficiente para considerar la posibilidad de su desacierto.
No hay persona sin al menos un poco de recalcitrancia –hay quien sostendría, además, que cierta recalcitrancia es necesaria y sana, por ejemplo, cuando se trata de defender ciertos valores que uno efectivamente sostiene. Sería, en el mejor de los casos, una recalcitrancia posterior al examen de conciencia y de las ideas que tenemos, y de su apropiación. Pero el caso es que los exámenes de este tipo parecen ser cada día más escasos. Alguno sostendrá que la culpa la tiene Netflix, otro las redes sociales; habrá quien diga que es por la pretensión de pureza que tenemos y no pocos conjeturarán que se trata de una huida patológica de la finitud.
A mí me parece que esas tiranías subjetivistas tienen un lugar significativo en la cuestión. A uno lo vuelve profundamente recalcitrante creerse que el sentir propio es suficiente criterio de verdad, es decir, que lo que uno siente contiene el reflejo fidedigno de un estado de cosas, ya sea de otro, de una situación o del mundo (esta última identificación, sin exagerar, podría tener más que ver con una psicosis que con una orientación cognitiva-intelectual). Lo cierto es que, al asumir esa postura, uno ya no necesita escuchar la postura del otro. Esa misma pretensión de que vale con sentir tal o cual cosa para tener un acceso real a su presumible esencia basta para cerrar los oídos e imaginar que uno está justificado en hacerlo. La orientación recalcitrante de la que habla Button bien se podría comprender más en profundidad considerando esta tiranía, no ya de la perspectiva, sino del sentimiento subjetivo.
El último escondite del recalcitrante sentimental, cuando uno le hace ver que su sentimiento no es más que suyo –además de la ofensa, claro–, es el recurso a la privacidad radical de la verdad. Sin embargo, acá no se trata del contenido cognitivo-existencial de una subjetividad viva y comprometida, sino del capricho ofuscado y orgulloso de a quien ya no le interesa siquiera imaginar que la ventana da al mundo y no es un espejo. La opinión propia al final surge de esas cosas: de mi verdad y de mi sentir. Es imposible, de este modo, que haya lo que Hannah Arendt llama pluralidad de voces (Verdad y política, 1967), ya sea en el sentido un diálogo real y efectivo entre más de un participante, o de ese diálogo interior que tiene uno consigo mismo y que, desde Sócrates y Platón, llamamos pensar (La vida del espíritu, 1977). ¿Qué se le puede contestar a alguien que se atrinchera en “su verdad” cuando el culto al subjetivismo rapaz provee el contexto de legitimidad para esta clase de superchería? No le queda a uno más que callarse, tomarse el chocolate caliente, y escribir un artículo.
De querer que el otro tenga razón
Uno debería recordar, en contextos así, una noción que Hans-Georg Gadamer retoma, en su hermenéutica, de la tradición alemana: Bildung o formación (Verdad y método I, 1960). Ante tantísimo subjetivismo acrítico rampante, con sus excesos eidéticos y sus derroches de sentimentalismo autoreferencial, la idea de una elevación a lo general, siguiéndolo a Hegel, resulta especialmente significativa. Se trata de un desarrollo que implica el abandono de la inmediatez –los deseos e intereses particulares– para alcanzar una comprensión más general y amplia del mundo. Esta transformación supone un distanciamiento crítico respecto de la propia perspectiva, permitiendo al individuo trascender su particularidad y formar parte de un horizonte más vasto. En este sentido, la formación no es un proceso mecánico ni metódico, sino una apertura progresiva a nuevas maneras de interpretar la realidad, lo que exige el reconocimiento de la alteridad y la disposición a integrar otras perspectivas sin anularlas.
En este proceso, se desarrolla un sentido de mesura y distancia respecto de sí mismo, permitiendo elevarse por encima de la propia visión limitada hacia la generalidad. Sin embargo, este movimiento sólo es posible si se asume una actitud de apertura que reconozca la existencia y validez de otros puntos de vista. Aquí, el principio hermenéutico señalado por Gadamer se hace relevante: la auténtica comprensión no sólo admite que el otro pueda tener razón, sino que implica querer que el otro tenga razón. Esta disposición no es un simple gesto de tolerancia, sino el reconocimiento radical de la propia falibilidad y de la necesidad de la alteridad para ampliar los propios horizontes. Querer que el otro tenga razón ni siquiera es igual a aceptar que el otro podría tenerla, imaginar la posibilidad de no tenerla yo; no es haber adquirido un poco de flexibilidad y apertura. Parecería que, en realidad, se trata de una apuesta voluntaria contra uno mismo. No es así.
Me parece, espero no equivocarme, que este querer que el otro tenga razón a pesar de uno mismo es el fundamento de una relación un poco más auténtica con lo que podríamos llamar, muy discretamente, verdad. Esa disposición que se muestra en el querer que la verdad provenga del otro anula el talante tiránico y recalcitrante del subjetivismo actual. Resulta que uno se dispone a desear lo que hubiese parecido imposible. Es más, uno se sitúa en el espacio de aparecer de lo imposible, pues la retirada de sí abre la posibilidad de que, del otro lado, emerja lo que uno jamás podría hacer emerger. La nobleza de querer que no provenga de uno ya sería suficiente para una apropiación paradójica: darse cuenta de que, en última instancia, ¿qué clase de verdad podría salir de uno que fuera más profunda que esa que emerge donde uno mismo acaba? Y, entonces, ahí donde uno parece terminar, sucede que también comienza. Lo que decía el poeta T.S. Eliot: “en mi fin está mi principio”.
Así pues, habiendo tomado el chocolate y escrito el artículo, entre la murga incesante del Parque Batlle y el calor impertinente de la noche de febrero, y sabiendo que lo de Peñarol no es mucho más que un accidente, ahora me resta advertir que esto no tiene nada que ver con mi sentir ni es para nada mi verdad. Sin embargo, no cambiaré de opinión por nada del mundo.