“Con el punk el rock ganó la última batalla, pero perdió definitivamente la guerra”. No recuerdo al autor de la sentencia, pero ilustra claramente la imposibilidad de que la cultura rock, después del movimiento que transmutara alfileres de gancho en alhajas, volviera a escandalizar a la sociedad occidental como lo hizo en los años sesenta y setenta.
Claro que hablamos de una subcultura, no solo de música, una subcultura en que el exceso, las drogas, la experimentación y una explosión creativa borroneaba los contornos de lo que estaba permitido, especialmente a los jóvenes. Quizá nadie expresó más claramente la sensación del retroceso que Hunter Thompson cuando escribió: “Había una fantástica sensación universal de que fuera lo que fuera lo que estábamos haciendo estaba bien, que estábamos ganando (…) Nuestra energía simplemente prevalecería (…) Teníamos todo el impulso; estábamos montados en la cresta de una ola alta y hermosa (…) Y ahora, menos de cinco años después, puedes subir a la cima de una colina empinada en Las Vegas y mirar hacia el Oeste, y si sabes mirar casi podrás ver el punto hasta donde llegó el agua – ese lugar en el que la ola finalmente rompió y comenzó a retroceder”.
Si en los setentas la ola retrocedía en ambos lados del Atlántico, en la Londres de mediados de los sesentas futuras celebridades como Beatles, Rolling Stones o Jimi Hendrix tocaban en pubs y cuevas desbordando creatividad y energía. En esos años es que el rock deja de concebirse solo como un género musical para entenderse como un modo de vivir que se contrapone al de la sociedad adulta conservadora.
Más allá de los derroteros musicales, por décadas el rock siguió siendo sinónimo de juventud y libertad, de rebeldía e inconformismo. Esa forma de entender la cultura rock atravesó idiomas, mares y continentes, y aún en los noventas montevideanos los jóvenes podían contraponer distorsiones de guitarra eléctrica a los asados familiares de los domingos previos al fútbol. Esa tensión entre la ceremonia familiar percibida casi como una mortaja y el rock como liberador, como escape de la opresión cotidiana es una de las claves de Dados tirados, la última obra de Anthony Fletcher.
Andrés, un exitoso presentador de televisión casado con Irene y padre de Lila, siente que su vida, pasando los treinta años, se acerca a reproducir la dinámica familiar que odiaba en su adolescencia, pero justo cuando su tiempo de “rock and roll” casi ha terminado se cruza en su vida una mujer que parece encarnar ese fuego que se estaba apagando. Ese encuentro es el momento clave de la historia que se cuenta en Dados tirados, que marca un antes y un después para Andrés, y que también pautará un cambio de plano en una historia en que el rock emerge como un espíritu fantasmal.
Ofelia/ Cordelia será quien unirá Montevideo del 2019 y Londres de 1966 permitiendo el encuentro entre Andrés y Sedley, un viejo rockero que se ha convertido en el groupie de su groupie, siguiendo los pasos de una amante que parece ser ella misma el espíritu del rock. Establecida la conexión de los personajes la obra se desliza de una suerte de tragedia pasional a una reflexión del rock como pulsión existencial con una tónica en que lo sobrenatural aparece casi imperceptiblemente, al mejor estilo Julio Cortazar. Fletcher hace que Andrés recorra Montevideo por la Rambla, desde Pocitos hasta el Templo Inglés y que reconozcamos la ciudad a través de sus ojos. “Vemos” la tormenta de la que Andrés huye, y reconocemos el ambiente marginal de los espacios ocupados por quienes viven en las calles. La capacidad de traducir en imágenes poéticas el devenir de un montevideano por la ciudad es otra de las grandes potencias de Dados tirados.
Pero nada es exactamente lo que parece, aunque todo sea reconocible. Hay una energía que ilumina tanto la tormenta como las situaciones que le da a la ciudad un carácter novedoso, casi sobrenatural. Para que el puente entre las situaciones espacio-temporales que conviven realmente se establezca es esencial la enorme actuación de Luis Pazos. Es el actor el que apenas con un mínimo cambio en la forma de mirar pasa de un Andrés algo ingenuo y superficial a una Cordelia seductora y avasallante, y luego, arqueando su cuerpo ampulosamente, a un Sedley que escupe su psicodelia excesiva. El cuerpo del actor acompaña la historia que su voz narra volviéndola convincente, “real”, incluso en su duplicidad por momentos casi imperceptible.
El inteligente diseño escenográfico y de iluminación de Lucía Acuña y Claudia Sánchez permite, desde el inicio, que percibamos casi que dos realidades paralelas, y el juego de espejos potencia el carácter de “cueva de rock” del sótano de la Verdi en que transcurre la obra. La música de Martín Buscaglia es un deleite, reproduciendo quizá un rock más cercano a la psicodelia de Teen Years After o Quicksilver Messenger Service que al londinense de la misma época, pero que encierra el mismo deseo de trascender a través de la música.
Dados tirados es una historia de fantasmas con interiores londinenses y exteriores montevideanos, aunque de épocas distintas, que el espectador saldrá seguro de conocer merced a la actuación consagratoria del Pato Pazos. Se estrenó en una nueva edición del Festival Temporada Alta de Girona en la Sala Verdi y esperemos haya más funciones para que más espectadores puedan verla.
Dados tirados. Dramaturgia y dirección: Anthony Fletcher. Actúa: Luis Pazos. Escenografía e iluminación: Lucía Acuña y Claudia Sánchez. Vestuario: Agustín Rabellino. Música: Martín Buscaglia.
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