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 OLÍMPICA SIN NUMERAR: Ayer pasé por el Estadio por Gerardo Tagliaferro

 OLÍMPICA SIN NUMERAR: Ayer pasé por el Estadio  por Gerardo Tagliaferro
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La mole me sorprendió entre los últimos resplandores de una tarde de otoño y el primer rezongo oscuro de la noche.

No era como entonces, no estaba la muchedumbre llegando apurada, las filas ansiosas por un boleto al paraíso y los caballos asustando, enormes, nerviosos, odiados.

Entonces me desplacé unos metros hacia Avenida Italia y llegué a la vereda sobre la Colombes, frente a la Novena. Y ahí volví.

Mi papá paró el Austin negro del 38, con su volante a la derecha y su temblequeo de viejo sobreviviente de la segunda guerra (el Austin, no él), y yo bajé por la izquierda, con el corazón dando empujones de vida. “¿Cómo anda patrón?” le dijo, como siempre, el viejito de túnica marrón raída y sonrisa con ausencias, agitando su varita de ilustre acomodador a un lado y otro, como un copiloto imprescindible que domina todos los secretos.

Allá bajó él, con su pelada ofrendada en sacrificio a la brisa de la noche, su nariz afilada y su paso largo que heredé. Y allá vamos, esquivando piernas torpemente lentas, estorbos irritantes para nuestra prisa, porque juega Peñarol: que el mundo se haga a un lado.

Hay que hacerse parte de la montonera en la ventanilla, hay que empujar, mirar para arriba, disimular mientras se trata de ganar ese lugar, hay que pisar un callo si es necesario, hay que agotar el repertorio de vivezas que ya me aprendí, porque juega Peñarol y lo demás está de más.

Y cuando por fin atravesamos el Rubicon de la ansiedad ahí aparece, luminosa, la felicidad. Se abre ante los ojos en esa escalera de la Olímpica que devoro mientras el verde va emergiendo de las entrañas del monstruo, en el olor a chorizo y la voz de siempre contándome lo que Pilsen, el champán de las cervezas, tiene para informar. Miro hacia atrás para asegurarme de que quien me sigue ahora es él, que no lo perdí, porque mis piernas exigen mucho más de lo que las suyas pueden aportar. Llegamos, puntuales, a la cita.

Lo demás es sentarse del lado de donde va a patear Peñarol y esperar la alegría anunciada que, como la primavera, es inexorable. El gol de Morena. Y saltar, y amarlo, y agradecerle mientras él trepa al alambrado de la Amsterdam y morir de ganas de estar ahí, con esos afortunados que saltan igual que yo, pero con la bendición de que el Nando está ahí con ellos, casi al tiro de un abrazo.

Y está el pancho del entretiempo, la Coca Cola compartida en el vaso de cartón, que él tirará al piso boca abajo y, con el zapato encima hará gemir: ¡ploc! en una hazaña que, por más empeño y estudio que le dedique, jamás lograré igualar.

Terminó el partido, pero la felicidad todavía no, porque él me agarra del hombro para sortear otra vez la majada bamboleante que se precipita, ahora escaleras abajo, como la feligresía que puede ir en paz después de recibir la bendición de Dios. Todo está en su lugar, y el viejito recibe su moneda hasta la próxima, y el Austin negro esquiva bultos eufóricos que parecen almas en el paraíso y el Toto habla desde la radio para explicarnos lo que acabamos de ver.

La noche ya es adulta, pero yo no, y por eso la sangre me recorre a empujones, como a la entrada de la Olímpica, y el sueño va a venir con la sensación de la misión cumplida. Ganó Peñarol, el Nando la mandó a guardar y yo estuve, una vez más, ahí, con ese pelado de nariz afilada y andar agitado que, ya lo sé de sobra, conducirá el carruaje negro del 38 en el que nos sumergiremos en la próxima aventura, la semana que viene.

Hace muchos, muchos años que esas aventuras quedaron guardadas en mi cajita de vida. Pero ayer pasé por el Estadio y me dije: cuando esta pesadilla termine, volveré allí una noche que juegue Peñarol.

Caminaré sin el viejito de la túnica marrón, ahora con mis propias piernas torpes estorbándome, sin la muchedumbre agolpándose por ese boleto a la felicidad, sin Morena y sin mi viejo.

Me sentaré en la Olímpica para el lado que patee Peñarol, solo, a esperar el milagro, a saborear una Coca Cola sin poder hacer ploc el vaso y a mirar a mis costados.

Entraré otra vez a esa tierra de colores, de olores, de vientos y tempestades, con la sangre más pesada y con los ojos más cansados. Y tal vez, o seguramente, lloraré alguna lágrima escondida, que será un tributo necesario y merecido.

Y ahí oculto en la multitud, como el amante que espía a su amada pero nunca le confesará lo feliz que le hace amarla, desde el fondo de mi cajita de vida celosamente guardada diré bien bajito, para que solo lo escuche quien lo deba escuchar: Gracias.

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