El ambiente futbolero se sacudió este fin de semana por un nuevo escandalete derivado de decisiones arbitrales. Nada nuevo, algo propio de un pobre profesionalismo que, a falta de otros méritos, llena espacios en los medios con cuestiones por el estilo.
La actuación de los árbitros Esteban Ostojich (en el VAR) y Christian Ferreira (en la cancha) anulando dos goles a Peñarol en el partido que perdió con Danubio el sábado 8 en Jardines del Hipódromo, tiene amparo en el reglamento. El offside es posición + influencia. La posición la determina, de ser necesario, el VAR con el trazado de líneas; la influencia el árbitro, apelando a la normativa e interpretando la jugada a la luz de ella. En ese contexto, tanto Ostojich como Ferreira tienen de dónde agarrarse: el primero trazó las líneas y determinó que un jugador de Peñarol (Menosse) estaba adelantado, aunque al menos en uno de los goles las líneas echaban más sombras que luz; el segundo interpretó que ese adelantamiento influyó en el desenlace de ambas jugadas.
Sin embargo, en el ambiente quedó flotando -o se hundió hasta las entrañas, según como se mire- la convicción de que ambos se ensañaron con Peñarol. ¿Cómo? Llevando el reglamento y su interpretación a un límite que el sentido común, el espíritu de las normas y la propia práctica en medios más profesionales aconsejan no pisar.
Las leyes del fútbol ofrecen esas oportunidades. Es como cuando el arquero de un equipo que va ganando 1 a 0 de visitante se tira al suelo a falta de dos minutos, acusando un supuesto calambre. Todos -el árbitro, sus compañeros, los rivales y hasta el más desprevenido de los espectadores- saben que ese arquero no tiene ningún calambre, y solo está ganando tiempo a la espera del fin del partido. Pero su comportamiento obliga al juez a detener el juego, llamar a la sanidad y perder varios minutos hasta que el “acalambrado” se reponga.
Ese golero no infringe el reglamento, no comete ningún ilícito y como el juez no puede probar que quiere hacer tiempo, debe hacer lo que la norma le indica: autorizar la entrada de la sanidad y, a lo sumo, adicionar minutos. El arquero utiliza el dobladillo de la reglamentación para lograr un objetivo.
Lo que pasó el sábado en Jardines es algo parecido: los árbitros se ajustaron al reglamento, nadie los puede acusar de haberlo violentado, pero casi todos sospechan que la interpretación que de él hicieron llevó la norma al límite con el fin de evitar los goles de Peñarol.
No creo que ningún futbolero recuerde, en las épocas pre-VAR, un gol anulado con el pretexto de un offside de esas características. Mucho menos dos en el mismo partido. Y desde que el VAR existe, tampoco creo que haya muchos ejemplos semejantes. La interpretación que dio Ferreira fue diferente a la que dieron el resto de los protagonistas en la cancha y, seguramente, la mayoría de los espectadores. No fue la del juez de línea, que no vio offside en ninguna de las dos jugadas, pese a que ambas derivan de pelotas quietas, en las que no hay sorpresa: el asistente está especialmente concentrado en ver qué sucede allí donde va a caer el balón. Tampoco fue la de los futbolistas de Danubio ni la de sus hinchas, que no protestaron cuando Ferreira dio gol en primera instancia.
Ostojich y sobre todo Ferreira hicieron una lectura e interpretación de los hechos con un resultado que sabían iba a generar controversia. Podían haber hecho otra, validando los goles y nadie se los hubiese reprochado. Entre dos conductas que el reglamento amparaba optaron, en los dos goles, por la más rebuscada, la que perjudicaba al mismo equipo y los exponía al cuestionamiento. La pregunta es: ¿por qué?
¿Cuál sería el objetivo?
Es conocido el enfrentamiento que el presidente de Peñarol tiene con el actual gobierno de la AUF. Con un razonamiento más afín a la Amsterdam que al sillón desde el cual se dirige a una de las principales instituciones deportivas del país, Ignacio Ruglio ha involucrado en ese enfrentamiento a los árbitros, a quienes ha adjudicado el papel de sicarios, brazos ejecutores de una supuesta estrategia que pretendería que a su club le vaya mal y, en consecuencia, a él.
Ya hizo esto en 2021 -año en el que igualmente Peñarol salió campeón- y lo hace nuevamente en este 2023. Desde sus recurrentes alegatos vía estados de Whatsapp, Ruglio ha acusado a los árbitros de servir a esa estrategia a través de decisiones erradas a conciencia y con el objetivo de perjudicar a su institución.
Que el presidente de Peñarol está en conflicto con el ejecutivo de la AUF no es novedad. Que éste quisiera que Ruglio no esté más en ese lugar, parece obvio. De ahí a asegurar -como él hace desde hace casi tres años- que por ese motivo los jueces perjudican alevosamente a Peñarol, hay un salto mortal que un dirigente no debería dar.
Sin poner las manos en el fuego por nadie, salvo prueba en contrario uno debería pensar que los jueces de fútbol son seres humanos promedio: decentes, que hacen su trabajo honestamente y que, como todos, a veces se equivocan. Esto no es descartar manipulaciones, presiones ni juegos de intereses, pero machacar ante cada decisión en contra que ella es errada y que es tomada de mala fe, tiene previsibles consecuencias.
Una de ellas es que los acusados de deshonestos, sobre todo si esa acusación es injusta, se defiendan. Y cabe pensar que esa defensa será ejercida por algunos, al menos, apelando a armas quizás poco nobles, pero en eso similares a las que emplea el “enemigo”.
Unos optarán por seguir haciendo su trabajo como siempre, expuestos a que cualquier error les someta a que alguien con llegada a la opinión pública cuestione su moral una y otra vez. Otros recibirán el golpe y, aunque sea inconscientemente, serán permeables y actuarán de modo de frenar esas agresiones: pensarán dos veces antes de decidir algo en contra de quien los agrede. Y otros darán pelea.
Esos que darán pelea pueden hacerlo con el viejo recurso: “no querés sopa… dos platos”. Sobre todo, si el contexto les ayuda. Buscando en el dobladillo del reglamento, encontrarán la forma de devolver los golpes. Si total, me vas a pegar igual, yo al menos te voy a meter alguna también. Y podrán alegar que fue en defensa propia.
Es posible que quienes optan por esta lógica entiendan, con fundamento en la actual correlación de fuerzas del fútbol uruguayo, que de esa manera escarmentarán a quien los ataca sistemáticamente. Dar un tinte casi bélico a las competencias deportivas tiene esos riesgos.
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