La década de 1990, luego de la caída del muro de Berlín y el desmantelamiento de la Unión Soviética, anunciaba una era de poder hegemónico occidental con el liderazgo de los Estados Unidos de América. Este último impuso sus condiciones para un orden mundial supuestamente más próspero y con reglas claras y parejas para todos. El Consenso de Washington consistía en disminuir globalmente la protección arancelaria, desregular, privatizar, permitir el libre flujo de capitales y la libertad de empresa.
Las organizaciones surgidas de Bretton Woods, Fondo Monetario Internacional y Banco Mundial, se fortalecieron y el tímido GATT se amplificó convirtiéndose en la OMC (Organización Mundial de Comercio). La integración financiera y comercial beneficiaría a todos y las controversias se resolverían a través de negociaciones multilaterales sobre bases acordadas por consenso.
La cooperación internacional para el Desarrollo sufrió un definitivo revés. La nueva ideología indicaba que ese no era el camino. El Programa de Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD) que planificaba, financiaba y orientaba la acción de las agencias del sistema de la ONU en los países en desarrollo quedó desfinanciado. Se vieron fortalecidos por el nuevo paradigma aquellos organismos de la ONU que cumplían funciones regulatorias o tenían la capacidad de proveer ayuda humanitaria a grupos vulnerables: los niños (UNICEF), los hambrientos (PMA), los refugiados (ACNUR). El mercado promovería el progreso económico, social y cultural de los pueblos, no las instituciones. Hasta ahí llegó el tercero de los cuatro objetivos y principios del Articulo 1 de la Carta de la ONU.
De hecho, al iniciarse el siglo XXI, se convino que la ayuda a través de las ONU debía concentrarse en lograr ciertos objetivos humanitarios concretos: reducir el hambre y la población en estado de extrema pobreza; prevenir la mortalidad infantil, combatir la tuberculosis, el SIDA y el paludismo, atender la salud materna y asegurar el acceso a la enseñanza primaria a todos los niños, particularmente a las niñas. Se agregaron, por cierto, un par de objetivos más generales, como vago saludo a la bandera. A eso se le denominó los Objetivos de Desarrollo del Milenio (2000 – 2015). A decir verdad, se obtuvo en esos campos humanitarios un impacto medible, positivo y beneficioso durante el período de 15 años. Pero esos objetivos atacaban los efectos del subdesarrollo, no sus causas.
Como ya fue expresado, el libre comercio, el sector privado, la sana competencia y nuevas reglas de juego universales impulsarían el desarrollo en esta nueva realidad finalmente liberada de las torpes regulaciones que imponen los gobiernos y los organismos multilaterales.
El resto del mundo, incluidos Rusia, China e India, buscaron la forma de acomodarse, cada cual, a su modo, a esta nueva e incontrastable circunstancia. En realidad, no les fue nada mal, al punto que China, India y algunos más crecieron a un ritmo mucho mayor que los países occidentales, incluyendo los propios EEUU de América.
El poder hegemónico fue utilizado para fomentar la apertura y la globalización. Eso fue positivo y Estados Unidos obtuvo claros beneficios. Las mayores compañías tecnológicas, de seguros y bancos en la actualidad irrumpieron en la escena, o crecieron brutalmente, en el siglo XXI y siguen siendo suyas. Un posterior desarrollo hubiera requerido un correspondiente fortalecimiento de la institucionalidad legal multilateral, lo cual no se dio.
Alguien convenció al novel presidente Trump, ya en su primer mandato, que lo que él llama “América” había dejado de ser “great” (grandiosa) y que el orden internacional impuesto por los EEUU a partir de su condición de Estado hegemónico había sido perjudicial para su país. Acto seguido comenzó a desmantelar las mismas bases legales e institucionales que habían hecho esa globalización posible.
El posterior fracaso electoral de Mr. Trump hubiera dado la oportunidad para que su sucesor desandara el camino. Pero el presidente Biden tuvo una actitud tímida y cuidadosa, cuando no contradictoria, en el manejo interno e internacional y ahora volvemos a tener a un vigorizado y fortalecido presidente Trump en la Casa Blanca.
Esta vez la furia se desata no solo contra los organismos internacionales sino contra los propios. Parecería convencido que, como reza la fábula de La Fontaine (el lobo y el cordero): “La razón del más fuerte es siempre la mejor”. Quien puede hace, y quien no, sufre las consecuencias.
Corresponde a la oposición democrática de Estados Unidos de América ocuparse de los atropellos internos que el presidente cometa en su país. El resto del mundo debe organizarse en torno a quienes mantengan la convicción de que, en la actualidad, la razón del más fuerte ya no existe. ¿Por qué? Porque al menos ocho países, y posiblemente dos más, poseen armas atómicas. Todos ellos tienen la fuerza de destruir a cualquier enemigo, destruirse a sí mismos y al mundo entero si así lo deciden. No se trata entonces de medir fuerzas entre quienes deciden meterse, o no, y hasta qué punto. Se trata de enfrentar y equilibrar, fría pero decididamente, la temeridad, imprudencia o paranoia de los agresores frente a la resignación o impotencia de los agredidos. Y que quede claro: si se trata de dar rienda suelta a la fuerza, no hay ganadores. Ni pusilánimes, ni grandiosos.
El único camino para que la humanidad progrese conjuntamente en paz es el respeto mutuo, el diálogo y la búsqueda de consenso en un foro multilateral legítimo y representativo. No hay otro.

