Con nueve años de edad, en setiembre de 1967, fui al cine Ambassador a ver La Biblia de John Huston, y me llevé una sorpresa. En determinado momento, un ángel enviado por Dios destruía Sodoma y Gomorra. El magnicidio estaba presentado de muy original manera: el enorme CinemaScope era ocupado en su totalidad por los ojos demoledores de ese Ángel de la Muerte, mientras en ellos podía apreciarse el horror del episodio. El dueño de esa mirada arrasadora, magnética, sin parangón en la historia del cine, era un actor que por entonces me era desconocido. Con los años lo reconocí como maestro del arte dramático, y un especialista en personajes excéntricos y de psicologías torturadas.
AUGE Y CAÍDA. Peter O’Toole nació en Connemara, Irlanda, el 2 de agosto de 1932, hijo de un corredor de apuestas itinerante y una nurse, ambos católicos. Su infancia transcurrió recorriendo numerosas ciudades industriales del norte inglés, hasta que la familia se asentó en un distrito londinense de mala muerte. Con la llegada de la guerra y los bombardeos nazis sobre Londres la familia huyó de la capital. Terminada la contienda Peter pasó dos años en la Marina Real, y en 1952 tomó la decisión más trascendental de su vida: estudiar actuación en la Royal Academy of Dramatic Art. Ingresó al Bristol Old Vic en 1955, desarrolló una meteórica carrera teatral, y pasó a la Royal Shakespeare Company de Stratford. Con 30 años de edad su currículum era impresionante, y le sirvió para pasar al cine de la mano de David Lean.
Su fulgurante revelación internacional fue Lawrence de Arabia, una obra maestra donde el joven intérprete enfrentó a varios colegas eminentes (Alec Guinness, Anthony Quinn, Jack Hawkins, Claude Rains, José Ferrer), a un galán recién llegado de Egipto (Omar Sharif) y a un personaje histórico único. La figura de Lawrence resumía las características que más tarde harían famoso a O’Toole: su predilección por personajes complejos, a medio camino entre el sadomasoquismo, la homosexualidad latente y el exhibicionismo; la poderosa artillería desplegada por una mirada que podía ser dura como el acero y convertirse en contados segundos en un remanso de placidez; un claro dominio del espacio escénico mediante el ampuloso manejo de brazos y piernas; y el empleo de una voz privilegiada, poseedora de una gama tonal que iba desde el bajo profundo al grito desgarrador. Con ella el actor lograría un particular destaque debido al manejo de una dicción inglesa de maníaca perfección: obtener esos resultados debe haber sido toda una proeza para el irlandés O’Toole.
Esa labor marcó el inicio de un sendero de gloria que se prolongaría durante una década. Así se sucederían: el joven rey Enrique II, junto a Richard Burton, en Becket (1964), y el mismo personaje envejecido, al lado de la legendaria Katharine Hepburn, en El león en invierno (1968); un perfecto Lord Jim para la lectura demasiado externa de la novela de Conrad en 1965; la galanura exhibida en ¿Qué pasa, Pussycat? (1965) y Cómo robar un millón de dólares (1966); el terrible psicópata nazi –un verdadero tour de force– de La noche de los generales (1967); la adecuación al musical en Adiós, Mr. Chips (1969); el obsesivo soldado inglés en lucha privada contra un submarino alemán en La guerra de Murphy (1971); y el sarcástico y demencial lord que se cree Dios en La clase dirigente (1972).
A esas alturas se agudizaron los problemas que terminaron hundiendo al actor. Dos décadas de intensas borracheras, un matrimonio al borde del colapso con la actriz galesa Sian Phillips y la elección de varias películas desastrosas minaron la salud de O’Toole: en 1976 el actor debió someterse a una operación de páncreas, estómago e intestinos que casi lo mata, y que terminó convirtiéndolo en diabético dependiente de la insulina. Increíblemente se recuperó y volvió al cine, el teatro y la TV, pero su bella estampa de rubia juventud desapareció, dando paso al aspecto fantasmal y cadavérico que sería pilar fundamental de su renovada artillería dramática. A partir de entonces, en cine el actor quedó relegado a labores demasiado amaneradas y artificiosas en películas de tercera categoría, con cuatro excepciones: el megalómano director de cine de El especialista del peligro (1980), el insoportable divo televisivo de Mi año favorito (1982), el tutor del joven monarca chino de El último emperador (1987) y el mayordomo real de Su Majestad Ralph (1991). En teatro continuó por un sendero de gloria, manteniendo en cartel durante once años (1989-2000) la comedia Jeffrey Bernard is Unwell.
AVE FÉNIX. Para los uruguayos O’Toole parecía una reliquia relegada al costado de la memoria cuando en 2003 la Academia de Hollywood le otorgó un Oscar honorífico por el conjunto de su labor, junto a su reaparición como Príamo en Troya (2004), donde el viejo actor destrozó al anodino Brad Pitt en la secuencia del pedido de devolución del cadáver de Héctor. La verdadera resurrección de O’Toole, empero, llegó de la mano de Venus (2006), en un rol protagónico difícil de asumir con la debida dignidad: el de un mujeriego y esquelético anciano que inicia una relación con la desprejuiciada sobrina de un viejo amigo. O’Toole planea sobre esa película como amo y señor aportando lo de siempre, pero con la decantación que sólo los vinos añejos proporcionan: la cambiante modulación de su voz invicta, el luminoso gesto de súbita autoridad, el rayo mortal de la mirada, el rictus de pena en el instante más adecuado, el frágil aleteo de las manos. Ese arsenal logra niveles de antología en las dos escenas que comparte junto a Vanessa Redgrave, otra titánica figura del cine y teatro ingleses. Esa reunión cumbre, alimento para paladares exquisitos, reveló que las llamas de talento de O’Toole permanecían intactas. Así siguió, hasta su muerte el 14 de diciembre de 2013. Y hoy se lo extraña…
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