El domingo 7 de agosto no fue solamente el día que se iniciaba un nuevo mandato presidencial en Colombia: por primera vez el país rompía con la alternancia liberal-conservadora inaugurando un tiempo de eventuales cambios. En el centro político del país, Bogotá, se vivió un espontáneo festejo junto a un ordenado reconocimiento al nuevo presidente, matizado con tocantes momentos simbólicos como la colocación de la banda al mandatario por parte de la senadora María José -hija del ex dirigente y candidato presidencial asesinado Carlos Pizarro, del M-19, nieta del almirante Juan Antonio Pizarro- y el ingreso de la espada de Bolívar, que ocasionó la reacción adversa del jefe de Estado español (monarca en un país republicano).
Petro tomó juramento a la vice, Francia Márquez: defensora de su gente y su terruño, del feminismo, surgida de la pobreza, mujer negra y perseguida.
En el discurso inaugural Petro atrajo multitudes que lo oyeron acusar al pasado de aquella dirigencia de corrupción, al tiempo de anunciar una reforma fiscal que gravará progresivamente los ingresos mensuales superiores a los -equivalentes- 4 mil 400 dólares; de reformas en educación, de dar salud a todos los habitantes de la nación de 51 millones donde 23 millones viven en pobreza; de atención a los marginados; reparto agrario y preservación de las áreas boscosas de la Amazonia colombiana.
Por supuesto, también se refirió al incumplimiento de los acuerdos de paz con las FARC firmados en La Habana, sin atención durante la gestión de su predecesor. Paz fue la palabra más repetida en el discurso, extendido a todos aquellos que en la nación están alzados en armas, como el ELN y fracciones de las FARC, por izquierda, o el Cartel del Golfo, que agrupa delincuentes derechistas.
Para lo internacional enumeró tres puntos que dan idea de lo que será su régimen: avanzar unidos desde Latinoamérica; señalar -en particular a NU- el fracaso en la “guerra” contra las drogas prohibidas y la reanudación de los intercambios diplomáticos y de toda naturaleza con Venezuela. Desde la óptica que comparto, esto hace suponer un alejamiento de las influencias ejercidas por sectores conservadores de la iglesia católica, sin eximir los consejos de grupos reaccionarios del Vaticano.
Petro ha impreso a estos primeros actos de gobierno cierta impronta acorde con sus discursos de campaña -en particular en materia fiscal- que han comenzado desde temprano a disgustar a los grupos desplazados del Poder Ejecutivo y, por tanto, a denostar al mandatario desde la prensa hegemónica.
Como muchos coligen al considerar mis escritos, los regímenes progresistas o de la socialdemocracia no constituyen una meta finalista por alcanzar con satisfacción: al contrario -en muchos casos- los observo como desaceleradores, frenos o simples enterradores de la intención de cuestionar desde la izquierda al orden burgués y capitalista establecido.
Sin embargo, esta insatisfacción -que funciona de mi parte como si fuese una primigenia sospecha- no me impide reconocer ciertas mejoras pese a la balcanización latinoamericana y caribeña (ístmica, para abarcar a panameños que así se autoproclaman) y, consecuentemente, los distintos desarrollos políticos entre países y hasta de una región a otra en una misma nación. Dicho de forma más llana: una alianza progresista o socialdemócrata no tiene por qué comportarse igual que otra vecina.
Dicho lo anterior, entonces me siento en libertad de recurrir (sin avisarle ni requerir autorización al autor) al razonamiento brillante del mexicano Don Óscar González, el que no estando referido en particular a Petro o a Colombia encaja a la perfección -creo- y coincide con mi observación. “Vistas desde la izquierda, las reformas necesarias deben apuntar a un cambio en las relaciones estructurales de poder en el interior de las sociedades nacionales tanto como a nivel de la sociedad global. Reformas estructurales para la izquierda significan cambios efectivos en las relaciones de poder entre clases, sectores y grupos sociales. La búsqueda del poder político para un genuino reformismo de izquierda pasa hoy, todavía, por la conquista de espacios electorales y parlamentarios. Defender candidaturas legítimas y reclamar el respeto a las leyes, procedimientos e instituciones electorales, no tienen por qué significar necesariamente claudicaciones o renuncias a seguir luchando por objetivos de fondo que, en esencia, apuntan a la creación de condiciones para lograr antiguas y nuevas reivindicaciones sociales y populares. Los objetivos inmediatos, de corto plazo, de las izquierdas reales y responsables siguen pasando hoy, también, por la conquista de espacios políticos por vías pacíficas, que de otro modo seguirán siendo ocupados por las derechas.” Esa es mi mirada cuando observo Colombia hoy.
El paso conservador por el gobierno de las elites partidarias, de alineamientos internacionales automáticos, fueron capaces durante demasiado tiempo de parir regímenes de gobierno enmascarados como democracias, que en realidad encubrían que convocaban al pueblo cada cierto tiempo para mentirle desde una tribuna, mientras en la realidad habían enfrentamientos fratricidas, conculcación de soberanía, crecimiento de la corrupción y comercios ilegales, exilios, presos, torturas, cárceles, muertos, falsos positivos y escuadrones paramilitares a la sombra del poder. Colombia, con el concurso de sus gobiernos bipartidistas, representó durante décadas el puesto de observación proimperialista del subcontinente.
¿Existieron intentos de paz en años pasados? Sí, entendiéndose de manera limitada por los conservadores como el final de todo conflicto armado, centrado en la desmovilización guerrillera, su desarme y la reinserción de integrantes. Hoy, conducidos por su canciller, tras cuatro años de espera de los insurgentes, los primeros delegados en conversar con el ELN -Danilo Rueda e Iván Cepeda- intentarán sumar un grupo más a la paz entendida como combatientes desmovilizados, sin estar armados.
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