El debate presupuestal en la Cámara de Diputados dio lugar a una maratón de sesiones consecutivas que concentraron una de las discusiones más intensas —y, al mismo tiempo, más previsibles— del primer año de gobierno.
Durante esas jornadas, el Parlamento ofreció una escena conocida: discursos extensos, cruces partidarios y una audiencia ciudadana que, en promedio, no superó las quinientas personas conectadas por día. En un país que se enorgullece de su estabilidad democrática, esa distancia entre la política que habla y la sociedad que apenas escucha revela un síntoma que merece algo más que un registro estadístico.
En esas sesiones se dieron debates profundos, con sentido y convicción, pero también intervenciones diseñadas para el grito, la reacción o el titular. Buena parte de las fundamentaciones legislativas comenzaban o terminaban con la misma frase: “estamos acá porque la gente nos votó para representar”, y esa afirmación funcionó más como argumento de autoridad para sostener posiciones propias que como apertura a un diálogo genuino. Representar no es hablar por, sino construir con.
El presupuesto es —o debería ser— la hoja de ruta de los próximos años. Define prioridades, orienta decisiones y revela jerarquías de poder: lo que se financia y lo que se posterga, lo que se visibiliza y lo que queda fuera del relato.
Sin embargo, gran parte de la discusión se desplazó hacia la defensa de gestiones pasadas o la acusación de errores ajenos. Hubo incluso legisladores que, mostrando fotos, gráficas o impresiones, aclaraban: “esto es para la televisación”, o respondían: “salió para la transmisión, que es lo importante”. Ese gesto, mínimo, pero elocuente, expone el cambio de foco: más que deliberar, se busca performar.
Cuando quienes nos representan están más pendientes de la imagen que proyectan que de la negociación real, el presupuesto deja de ser un instrumento de planificación para convertirse en una puesta en escena. Poco puede construirse cuando la mirada está puesta en el recorte mediático y no en el sentido de las decisiones.
La política uruguaya, que tantas veces ha dado ejemplo de madurez institucional, parece hoy atrapada entre el cálculo y la repetición. Se invoca el voto recibido, pero se escucha poco el mandato actual de una ciudadanía que cambia, que exige y que muchas veces ya no se siente representada. La representación se reclama, pero rara vez se revisa.
El mayor desafío no está en los números, sino en el sentido. Presupuestar no es solo distribuir recursos: es decidir qué país se quiere construir. Para eso no alcanza con recordar quién votó, sino comprender para quién se gobierna hoy.
Porque si la política no logra salir del tono de las excusas y los culpables, el presupuesto seguirá siendo un escenario más de relato, en lugar de una oportunidad para trazar un rumbo compartido.
Cuando se habla de los outsiders, de que la gente “ya no cree en la política” o de que “la política dejó de importar”, tal vez sea necesario revisar desde dónde miramos ese diagnóstico y cuál es el rol que asumimos como parte del sistema para que eso ocurra.
Los debates pensados para el afuera, las acciones endogámicas que priorizan el recorte de redes o la frase que quedará bien en cámara no son solo síntomas de la política: son también reflejos de la sociedad.
Nos preocupamos por cómo se verá, si saldrá bien en el plano, elegimos el encuadre y qué mostrar… mientras la vida pasa por fuera de las pantallas.







