La muerte ajena nos incomoda. No solo nos enfrenta al dolor de la pérdida, que en sí mismo es una experiencia desgarradora, sino que también nos sitúa ante una dimensión ética y existencial que nos interpela de manera directa. La muerte del otro nos recuerda nuestra propia finitud, pero también nos coloca ante la responsabilidad que tenemos hacia aquel que ya no está, y hacia aquellos que aún están presentes. Emmanuel Levinas (1906-1995) plantea que el rostro del otro es una llamada ética que nos saca de nosotros mismos y nos enfrenta a su fragilidad y necesidad. ¿Qué sucede entonces cuando ese rostro se apaga? ¿Cómo nos define la experiencia de la muerte del otro?
Para Levinas, el rostro del otro no es una imagen más en el horizonte de nuestra experiencia. No es un objeto que podamos medir, categorizar o poseer. Es, en cambio, una apertura que nos expone, que nos arranca de la comodidad de nuestra propia mismidad y nos sitúa en el terreno de la responsabilidad. El rostro nos llama, nos exige, nos recuerda que el otro no es un mero ente en el mundo, sino un ser cuya existencia nos concierne de manera ineludible. La mirada del otro no es solo una manifestación de su presencia; es, en cierto sentido, la afirmación de su fragilidad. En su expresión se cifra la vulnerabilidad de quien no puede garantizarse a sí mismo, de quien, al dirigirse a nosotros, se pone en nuestras manos. Ver el rostro del otro es recibir un mandato silencioso pero absoluto: “No me ignores. No me dejes caer en la indiferencia de las cosas”.
Pero, ¿qué ocurre cuando ese rostro ya no nos mira? ¿Cuando la muerte lo ha vaciado de expresión, cuando la pupila se ha tornado opaca y el gesto se ha desvanecido? ¿Se disuelve entonces la exigencia ética que nos imponía su presencia? Pensemos en la escena de un accidente de tránsito. Un cuerpo yace en el pavimento, inmóvil. Quizá todavía respire, quizá su vida se haya extinguido ya. En ese instante, al contemplarlo, nos invade la certeza de que estamos frente a una interpelación radical. No es solo la imagen de la muerte lo que nos detiene, sino la evidencia de que esa muerte nos atañe, aunque no conozcamos a quien yace ahí. Nos enfrentamos a una decisión que no es solo práctica, sino ética: detenernos o seguir de largo.
El cadáver no nos mira, pero su sola presencia nos sigue exigiendo algo. La muerte del otro no es solo un hecho biológico, sino una sacudida en la estructura de nuestro mundo, una ruptura en la continuidad de la existencia que nos fuerza a reconocer que la vida no es un asunto privado, sino un tejido de responsabilidades compartidas. Frente a la muerte del otro, reconocemos que podríamos haber sido nosotros. No como un mero ejercicio de empatía, sino como una verdad que desgarra nuestra seguridad ontológica: la fragilidad del otro es también la nuestra. Por ello, Levinas nos enseña que la ética no surge de principios abstractos ni de leyes universales, sino de la conmoción ante el otro, de la imposibilidad de permanecer indiferentes ante su rostro y, aún más, ante su muerte.
En este sentido, la muerte del otro no es solo una desaparición, ni una ausencia que se instala en el mundo y en nuestra memoria. Es una pregunta sin respuesta que nos asedia, una sombra que proyecta sobre nosotros la responsabilidad de lo que fue y de lo que pudo haber sido. Cuando muere alguien cercano, el duelo no se reduce solo al dolor de su ausencia, sino que se convierte en una interpelación ética: ¿fuimos lo suficientemente responsables con su existencia? ¿Lo escuchamos cuando nos habló? ¿Fuimos testigos de su sufrimiento o lo desestimamos? ¿Lo abrazamos lo suficiente?
Pero la muerte no solo duele cuando se inscribe en nuestra historia personal. Incluso la muerte de desconocidos nos sacude, porque en ella se inscribe la misma interpelación: el otro, aun anónimo, era alguien. Pensemos en la figura de una persona sin hogar, fallecida en la calle, ignorada por la multitud. Pensemos también en las cifras de muertos del conflicto de medio oriente, nombres desconocidos que, sin embargo, reclaman atención. Sería fácil desviar la mirada, reducir esas muertes a meros datos, a inevitables consecuencias de un mundo en crisis. Pero nos conmueven porque nos recuerdan que el destino del otro podría haber sido distinto. Nos enfrentan al hecho de que algo podría haber sido hecho y no lo fue.
Desde la mirada de este filósofo, la humanidad no se define por abstracciones, ni por ideales elevados formulados en el vacío. Se mide en la respuesta que damos al otro, en nuestra disposición a reconocer su fragilidad y a hacernos cargo de ella. En ningún momento esta exigencia es más clara que ante la muerte del otro. Ahí, en su ausencia definitiva, tomamos conciencia de que la muerte no es solo una pérdida que nos entristece, sino un espejo en el que se refleja nuestra responsabilidad. Ver morir al otro, aunque sea en la lejanía, nos enfrenta a lo más radical de la existencia, es decir, la posibilidad de que su vida dependiera, en alguna medida, de nuestra respuesta. No se trata solo de duelo, sino de la conciencia de que, en cada encuentro, se nos pone a prueba. Cada rostro que nos mira y cada muerte que nos deja de mirar nos interrogan sobre quiénes somos.
Pero si la muerte del otro nos llama, ¿qué hacemos con ese llamado? ¿Nos deja indiferentes o nos transforma? ¿Reconocemos en ella la fragilidad que compartimos o la reducimos a un dato inevitable? ¿Qué dice de nosotros el hecho de que algunas muertes nos conmuevan y otras no? Y si la muerte nos habla desde la ausencia, ¿estamos dispuestos a escuchar lo que tiene que decirnos?
¿Qué nos dice la muerte del otro sobre nuestra propia humanidad?
La muerte ajena nos incomoda. No solo nos enfrenta al dolor de la pérdida, que en sí mismo es una experiencia desgarradora, sino que también nos sitúa ante una dimensión ética y existencial que nos interpela de manera directa. La muerte del otro nos recuerda nuestra propia finitud, pero también nos coloca ante la responsabilidad que tenemos hacia aquel que ya no está, y hacia aquellos que aún están presentes. Emmanuel Levinas (1906-1995) plantea que el rostro del otro es una llamada ética que nos saca de nosotros mismos y nos enfrenta a su fragilidad y necesidad. ¿Qué sucede entonces cuando ese rostro se apaga? ¿Cómo nos define la experiencia de la muerte del otro?
Para Levinas, el rostro del otro no es una imagen más en el horizonte de nuestra experiencia. No es un objeto que podamos medir, categorizar o poseer. Es, en cambio, una apertura que nos expone, que nos arranca de la comodidad de nuestra propia mismidad y nos sitúa en el terreno de la responsabilidad. El rostro nos llama, nos exige, nos recuerda que el otro no es un mero ente en el mundo, sino un ser cuya existencia nos concierne de manera ineludible. La mirada del otro no es solo una manifestación de su presencia; es, en cierto sentido, la afirmación de su fragilidad. En su expresión se cifra la vulnerabilidad de quien no puede garantizarse a sí mismo, de quien, al dirigirse a nosotros, se pone en nuestras manos. Ver el rostro del otro es recibir un mandato silencioso pero absoluto: “No me ignores. No me dejes caer en la indiferencia de las cosas”.
Pero, ¿qué ocurre cuando ese rostro ya no nos mira? ¿Cuando la muerte lo ha vaciado de expresión, cuando la pupila se ha tornado opaca y el gesto se ha desvanecido? ¿Se disuelve entonces la exigencia ética que nos imponía su presencia? Pensemos en la escena de un accidente de tránsito. Un cuerpo yace en el pavimento, inmóvil. Quizá todavía respire, quizá su vida se haya extinguido ya. En ese instante, al contemplarlo, nos invade la certeza de que estamos frente a una interpelación radical. No es solo la imagen de la muerte lo que nos detiene, sino la evidencia de que esa muerte nos atañe, aunque no conozcamos a quien yace ahí. Nos enfrentamos a una decisión que no es solo práctica, sino ética: detenernos o seguir de largo.
El cadáver no nos mira, pero su sola presencia nos sigue exigiendo algo. La muerte del otro no es solo un hecho biológico, sino una sacudida en la estructura de nuestro mundo, una ruptura en la continuidad de la existencia que nos fuerza a reconocer que la vida no es un asunto privado, sino un tejido de responsabilidades compartidas. Frente a la muerte del otro, reconocemos que podríamos haber sido nosotros. No como un mero ejercicio de empatía, sino como una verdad que desgarra nuestra seguridad ontológica: la fragilidad del otro es también la nuestra. Por ello, Levinas nos enseña que la ética no surge de principios abstractos ni de leyes universales, sino de la conmoción ante el otro, de la imposibilidad de permanecer indiferentes ante su rostro y, aún más, ante su muerte.
En este sentido, la muerte del otro no es solo una desaparición, ni una ausencia que se instala en el mundo y en nuestra memoria. Es una pregunta sin respuesta que nos asedia, una sombra que proyecta sobre nosotros la responsabilidad de lo que fue y de lo que pudo haber sido. Cuando muere alguien cercano, el duelo no se reduce solo al dolor de su ausencia, sino que se convierte en una interpelación ética: ¿fuimos lo suficientemente responsables con su existencia? ¿Lo escuchamos cuando nos habló? ¿Fuimos testigos de su sufrimiento o lo desestimamos? ¿Lo abrazamos lo suficiente?
Pero la muerte no solo duele cuando se inscribe en nuestra historia personal. Incluso la muerte de desconocidos nos sacude, porque en ella se inscribe la misma interpelación: el otro, aun anónimo, era alguien. Pensemos en la figura de una persona sin hogar, fallecida en la calle, ignorada por la multitud. Pensemos también en las cifras de muertos del conflicto de medio oriente, nombres desconocidos que, sin embargo, reclaman atención. Sería fácil desviar la mirada, reducir esas muertes a meros datos, a inevitables consecuencias de un mundo en crisis. Pero nos conmueven porque nos recuerdan que el destino del otro podría haber sido distinto. Nos enfrentan al hecho de que algo podría haber sido hecho y no lo fue.
Desde la mirada de este filósofo, la humanidad no se define por abstracciones, ni por ideales elevados formulados en el vacío. Se mide en la respuesta que damos al otro, en nuestra disposición a reconocer su fragilidad y a hacernos cargo de ella. En ningún momento esta exigencia es más clara que ante la muerte del otro. Ahí, en su ausencia definitiva, tomamos conciencia de que la muerte no es solo una pérdida que nos entristece, sino un espejo en el que se refleja nuestra responsabilidad. Ver morir al otro, aunque sea en la lejanía, nos enfrenta a lo más radical de la existencia, es decir, la posibilidad de que su vida dependiera, en alguna medida, de nuestra respuesta. No se trata solo de duelo, sino de la conciencia de que, en cada encuentro, se nos pone a prueba. Cada rostro que nos mira y cada muerte que nos deja de mirar nos interrogan sobre quiénes somos.
Pero si la muerte del otro nos llama, ¿qué hacemos con ese llamado? ¿Nos deja indiferentes o nos transforma? ¿Reconocemos en ella la fragilidad que compartimos o la reducimos a un dato inevitable? ¿Qué dice de nosotros el hecho de que algunas muertes nos conmuevan y otras no? Y si la muerte nos habla desde la ausencia, ¿estamos dispuestos a escuchar lo que tiene que decirnos?