La relación entre muerte y política no es un hecho circunstancial dentro de la historia del pensamiento, sino un eje fundamental en la configuración del poder. A lo largo del tiempo, los gobiernos han ejercido su autoridad no solo mediante la administración de la vida, sino también a través de la decisión sobre quién debe morir. Desde los regímenes totalitarios del siglo XX, que convirtieron la aniquilación en un proceso burocrático sistemático, hasta las manifestaciones contemporáneas del biopoder, donde el control de las poblaciones se ejerce a través de estrategias más sutiles, pero igualmente determinantes, la política en este sentido, se ha transformado en un mecanismo que regula la existencia y la extinción.
Hannah Arendt y Michel Foucault, filósofos del siglo XX, nos ofrecen perspectivas esenciales para poder comprender este fenómeno. Arendt (1906-1975), en su análisis, expone cómo la maquinaria estatal puede convertir el exterminio en una simple tarea administrativa, desprovista de una reflexión ética. Por otro lado, Foucault (1926-1984) profundiza en los mecanismos de la biopolítica, que no solo administran la vida, sino que establecen umbrales de exclusión en los que algunos individuos son relegados a la periferia de lo humano, convertidos en vidas totalmente prescindibles. En este sentido, la política no se limita a la organización de la convivencia, sino que actúa como un dispositivo que modela el destino de los cuerpos, definiendo quién merece protección y quién queda expuesto a la aniquilación. Reflexionar sobre este vínculo nos conduce a una pregunta ineludible: ¿en qué medida la estructura del poder sigue operando hoy como un árbitro de la vida y la muerte?
En su obra “Eichmann en Jerusalén” (1963), Hannah Arendt introduce el concepto de la “banalidad del mal” para describir un fenómeno inquietante: el exterminio sistemático llevado a cabo por el nazismo no fue obra de mentes perversas o sádicas en un sentido tradicional, sino de individuos ordinarios que, inmersos en una estructura burocrática deshumanizada, ejecutaron órdenes sin cuestionarlas. Esto nos quiere decir que, lejos de responder a impulsos de crueldad personal, estos funcionarios actuaron dentro de un sistema que transformó la muerte en un procedimiento técnico, despojándola de toda consideración ética, es decir, la muerte era parte de la rutina diaria del trabajo. En este contexto, la política totalitaria no solo decretó la eliminación de grupos enteros, sino que lo hizo a través de una organización racional, meticulosamente calculada, donde cada pieza del engranaje cumplía su función con eficiencia mecánica.
En este sentido, la administración de la muerte deja de ser un acto individual para convertirse en un dispositivo impersonal de exterminio, regido por jerarquías burocráticas y protocolos administrativos. En el Tercer Reich y en regímenes totalitarios como el estalinismo, la maquinaria estatal demostró su capacidad para aniquilar a poblaciones enteras sin apelar a justificaciones morales explícitas, sino mediante la simple lógica de la eficacia gubernamental. El genocidio, bajo este modelo, no necesita de discursos abiertamente homicidas; le basta con la frialdad de los procedimientos administrativos y la obediencia ciega de quienes los ejecutan.
Michel Foucault introduce el concepto de biopolítica para describir una transformación fundamental en la naturaleza del poder: ya no se trata únicamente de ejercer dominio a través del castigo o la muerte, sino de administrar y regular la vida misma. Sin embargo, este imperativo de “hacer vivir” conlleva, de manera inevitable, una delimitación de quiénes pueden ser protegidos y quiénes quedan fuera del umbral de lo digno de ser preservado. En otras palabras, el Estado moderno no solo impone sanciones o elimina a sus enemigos, sino que establece criterios para decidir qué vidas merecen cuidados y cuáles pueden ser sacrificadas en nombre del bienestar colectivo. Desde este paradigma, el poder ya no es ejercido únicamente a través de la violencia explícita, sino mediante mecanismos más sutiles de control como por ejemplo: políticas sanitarias, regulaciones demográficas, estrategias de inclusión y exclusión que determinan quién accede a recursos vitales y quién queda relegado a la marginalidad. Así, la biopolítica no se limita a administrar la vida en términos abstractos, sino que define los límites entre lo normativo y lo desechable, evidenciando que, incluso en su faceta más “protectora”, el poder conserva la capacidad de decidir sobre la muerte.
Por otro lado, el neoliberalismo también ha redefinido la administración de la muerte mediante la privatización de la salud y la seguridad, donde la capacidad de sobrevivir muchas veces está mediada por la posición económica de los individuos. En este sentido, la lógica de mercado ha convertido la vida en un recurso que es sometido a la oferta y la demanda, donde quienes no pueden costear ciertos servicios quedan marginados en una suerte de condena implícita a la muerte.
La administración de la muerte ha cambiado de forma a lo largo de la historia, pero sigue siendo una dimensión clave del ejercicio del poder. Mientras que Arendt sostiene que el mal puede ser ejecutado sin reflexión, bajo la lógica de la eficiencia burocrática, Foucault nos muestra que el control de la vida es también un control de la muerte. En las sociedades contemporáneas, el biopoder ha transformado las formas de dominación, pero la decisión sobre quién vive y quién muere sigue estando en manos de estructuras políticas y económicas que determinan el destino de millones de personas en el mundo. ¿Quién determina qué vidas son valiosas y cuáles pueden ser descartadas? ¿En qué medida aceptamos, sin cuestionarlo, los mecanismos que administran la existencia y la extinción? ¿Somos meros espectadores de este orden, o también partícipes de su continuidad?