Ayer se cumplieron 30 años de la muerte de la “esfinge sueca”, la Divina, apodos por los que se conoció durante toda su vida a Greta Garbo. Y aunque me granjee la enemistad de sus fans, Greta nunca me pareció buena actriz. Su registro vocal me suena imposible, y aunque no puedo pedirle que actuara sin los envaramientos típicos de un modelo de actuación exitoso por entonces, sí me gustaría verle una gracia y expresividad que nunca me comunicó. La Garbo me resulta incapaz de reflejar emociones legítimas ante la cámara, y estoy seguro que en MGM también lo notaron, y por eso los promotores de la empresa, muy hábiles, se deben haber sacado de la galera el asunto de la esfinge. Sin duda lo era. Entonces, ¿qué tuvo la Garbo para acceder a una fama enorme, y hasta hoy permanecer en el recuerdo? Dos actitudes inteligentes: haber sabido enamorar a la cámara con su rostro (es decir, abandonarse totalmente a sus realizadores y fotógrafos) y haberse retirado a una edad muy temprana sin retornar nunca a la pantalla, e incentivando el misterio recluyéndose hasta su muerte. Dueña de una vida privada hermética, vivió rehuyendo entrevistas y apariciones públicas, e incluso rechazó el Oscar que la Academia le quiso dar como homenaje a su trayectoria, porque “no quiero ver a nadie”.
Greta Lovisa Gustafsson había nacido en Estocolmo el 18 de setiembre de 1905. Era la hija menor de un limpiador y una campesina recién llegada a Estocolmo. La precariedad del hogar y el prematuro fallecimiento del padre llevaron a la joven a dejar sus estudios y emplearse en una barbería, y luego en un enorme bazar. Allí fue seleccionada como modelo de la casa, y cuando apareció su foto en los periódicos la eligieron para dos cortos publicitarios. El director Eric Petscher le dio una pequeña oportunidad en Pedro el tramposo (1922), y luego recibió una beca para estudiar arte dramático. En 1924 tuvo su primera gran oportunidad en el cine cuando el famoso Mauritz Stiller (autor de la memorable El tesoro del señor Arne) le dio un buen papel en La leyenda de Gosta Berling. Stiller se convirtió en su mentor y amante, y debido a sus contactos la colocó en la notable La calle sin alegría (G. W. Pabst, 1925), donde compartió cartel con una desconocida llamada Marlene Dietrich. El éxito obtenido en ese duro film provocó que la joven y Stiller fueran contratados por MGM, aunque a Mayer y Thalberg no les importaba el director sino la joven. Por lo tanto, destruyeron al artista encargándole dos films para el peor de los olvidos. Garbo, súbitamente exitosa, dejó al cineasta que, enfermo, volvió a Europa, donde murió en 1928 a los 45 años de edad. Era el primer hombre vapuleado por la esfinge… habría otros.
El debut americano de Garbo se llamó El torrente (Monta Bell, 1926), y a él le siguió ese mismo año El demonio y la carne, título clave en su carrera. En primer lugar, porque allí encontró por primera vez a Clarence Brown, que sería su director fetiche y la dirigiría en seis títulos más. En segundo lugar, porque fue donde conoció al galán John Gilbert, con quien echaron chispas en la pantalla, rápidamente volcadas en la vida real. Nadie podrá afirmar jamás si la Garbo tuvo un “hombre de su vida” (siempre se dijo que era bisexual con tendencia mayor hacia el lesbianismo), pero está claro que ella fue “la mujer” de la vida de Gilbert. La relación amorosa fue intensa y borrascosa, llegaron a planear el casamiento, pero la diva plantó al galán el día de la ceremonia. Nunca se supo por qué, pero Gilbert quedó destrozado. Luego el sonoro (Louis B. Mayer, mejor dicho) destruiría su carrera y moriría muy joven en 1936. Sin embargo, la culpable inicial de esa ruina humana apoyaría a Gilbert artística y financieramente hasta el final. Misterios insondables de las relaciones amorosas… y uno más para incentivar el mito de la sueca.
Greta por entonces se había ido ganando el apodo de “la mujer que nunca ríe”. La llegada del sonoro se llevaría por delante a intérpretes europeos que no pudieron ocultar sus acentos, pero no fue el caso de la Garbo. MGM anunció con la frase “Garbo habla” su debut en el sonoro con Anna Christie y Romance, dirigidas por Clarence Brown en 1930, con las que multiplicó su encanto en la platea de antaño por su voz profunda y presuntamente sensual. De ahí en adelante su carrera fue de éxito en éxito en films siempre elegidos con inteligencia. Con Brown repitió en Inspiración (1931), Anna Karenina (1935) y María Walewska (1937), pero también llegaría Mata Hari (George Fitzmaurice, 1932), film anterior al Código Hays de censura, donde aparecía casi desnuda junto a Ramón Novarro.
Pero en materia de éxito lo mejor aún estaba por venir: Gran Hotel (Edmund Goulding, 1932), film ganador del Oscar; Reina Cristina (Rouben Mamoulian, 1933), con un plano final de Greta para el mejor recuerdo, en la proa del barco que la lleva al exilio; y La dama de las camelias (George Cukor, 1936), que afianzó la leyenda de la Garbo. La guinda de la torta la brindó el alemán Ernst Lubitsch cuando la eligió para protagonizar una obra maestra de la comedia, Ninotchka (1939), inventando el eslogan “Garbo ríe”. Después de esa gloria, llegó un film que fue veneno de taquilla, Otra vez mío (George Cukor, 1941) y la artista, por miedo visceral al fracaso, dejó la profesión, si bien ya había ido reduciendo su labor. Tenía sólo 36 años, y se hundió en el misterio. Se retiró a vivir a un apartamento de Nueva York del que apenas salía, y cuando lo hacía era con gafas oscuras y sombrero, para no ser reconocida. “Mi vida ha sido un viaje de escondites, puertas y ascensores secretos, y todas las posibles maneras de pasar desapercibida para no ser molestada por nadie”, afirmó cierta vez. A pesar de su temprana retirada, contó con una importante fortuna gracias a sabias inversiones inmobiliarias en la lujosa zona de Beverly Hills, pero vivió con sencillez, comiendo moderadamente, y aunque cultivó la amistad de famosos como Onassis, vestía de forma discreta y llevaba el pelo cano, sin teñir, para pasar desapercibida. Su salud declinó a mediados de los 80, y el 15 de abril de 1990 murió víctima de un síndrome renal y neumonía en Manhattan. Tenía 84 años. Sus cenizas fueron llevadas a Estocolmo, pero el resto de su persona sigue siendo un enigma.
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