El año 1969 fue de difícil olvido para los uruguayos: secuestros a la orden del día, censura de prensa, asaltos del MLN a la Financiera Monty (febrero 16), el Casino San Rafael (febrero 18) y tres sucursales bancarias (abril 11). Dos meses después el incendio de las oficinas de la General Motors (junio 20) y finalmente el copamiento de Pando (octubre 8). Los meses pasaron y la conflictividad crecía. Mientras tanto, en medio del clima caótico, el 11 de mayo de 1970 el cine Plaza estrenó Z de Costa-Gavras. La película era muy esperada desde un año atrás por crítica y público, y permaneció dos meses en esa sala céntrica, para luego pasear triunfalmente por los recintos barriales de la ciudad durante más de una temporada. Fue el título más taquillero de 1970 (113.000 espectadores). A la respuesta favorable del público debe sumarse el apoyo crítico casi general, en particular de los sectores más radicales de la izquierda, que dominados por un “efecto espejismo” vieron en la película las loas al comunismo que en realidad nunca fue ni quiso ser. Vistas a la distancia, esas exaltaciones parecen inevitables en un país dividido en dos por una brecha a esas alturas infranqueable. Para colmo, la exhibición de Z coincidió con el secuestro y asesinato de Dan Mitrione, ocurrido el 10 de agosto de 1970, lo cual agitó aún más las discusiones sobre el film.
Pasaron cinco décadas y sigo preguntándome cómo fue posible llegar a tal escalada de violencia en este país. No tengo una respuesta que me conforme totalmente. De similar manera, me resulta difícil dar una definición de cine político, porque de hacerlo la misma debería incluir desde el cine “social” que enfoca la vida de los sectores más desprotegidos (el Neorrealismo, el Cinema Novo, los Angry británicos, etc.) hasta los ejemplos más panfletarios, pasando por el cine de denuncia. O sea: cine político sería todo aquel que se opone a los parámetros del establishment, con lo cual el asunto termina por complicarse, ya que cualquier film representa en cierta forma un discurso ideológico en torno a algún aspecto de la sociedad. Es un verdadero engorro…
Bajando al llano puedo decir que Z es cine político por excelencia. Las intenciones de Costa-Gavras y su libretista Jorge Semprún están claras desde la advertencia inicial: “Cualquier parecido con acontecimientos reales, personas vivas o muertas, no es fruto del azar. Es voluntario”. El 22 de mayo de 1963 el diputado pacifista griego Grigoris Lambrakis (Yves Montand) fue asesinado a la salida de una concentración de su partido político. Los asesinos lo golpearon con una cachiporra de metal desde un triciclo motorizado, deshaciéndole el cerebro. Sin embargo fueron protegidos por quienes debían mantener el orden en el lugar, y aunque se intentó hacer pasar el hecho por un accidente, la presión ejercida por la opinión pública obligó a una investigación. La misma fue llevada a cabo por Christos Sartzetakis (Jean-Louis Trintignant), un joven juez incorruptible que en 1985, caída la dictadura militar, llegaría a la presidencia de Grecia. La pesquisa descubrió un complot que incluía a las más altas figuras de la gendarmería griega aunque no pudo llegarse, como se quería, a las esferas más elevadas del Gobierno: la dictadura de los coroneles lo impidió, dejando que los culpables quedaran libres de todo castigo.
Gavras chocó con numerosos inconvenientes a la hora de filmar Z, proyecto que se remontaba a 1967 y que recién vio la luz en febrero de 1969, después de devolver un adelanto a United Artists y trasladarse a Argelia para abaratar los costos de rodaje. La producción contó con el apoyo financiero del actor Jacques Perrin, que interpreta al periodista, y el resto del elenco (Montand, Trintignant, Irene Papas, Renato Salvatori, etc.) trabajó por el salario mínimo. Una verdadera lluvia de premios (Cannes y Oscar incluidos) coronó la empresa, llevada a cabo “a pulmón”.
La mayor cualidad de Z es la contundencia de su multifocalidad: apela a los resortes del film de denuncia, pero maneja de manera envidiable las convenciones del thriller y el cine-encuesta. La mezcla exhibe una consistencia narrativa que es la virtud principal con la cual Gavras construyó su particular “discurso” político: al revés que en Viñas de ira de John Ford o El acorazado Potemkin de Sergei Eisenstein, donde se denunciaban injusticias sin cuestionar al régimen vigente (capitalismo) o resultante (comunismo), Z mostró que era posible rodar un nuevo tipo de cine antifascista que no terminara afiliándose a ningún bloque hegemónico de poder. La propuesta emparenta al film con La guerra ha terminado de Alain Resnais, que no en vano también tenía libreto de Semprún y protagonismo de Montand. A primera vista puede parecer un disparate vincular el visceral y popular film de Gavras con el frío análisis intelectual de Resnais, pero en definitiva ambas películas son un discurso contra la manipulación de las libertades del individuo.
La honestidad del planteo permite soslayar el maniqueísmo de Z, donde la benevolencia con la que el director observa a los personajes “de izquierda” contrasta con la obvia caricatura con que aborda a los miembros del ejército y la policía. Paradójicamente, de allí surge otra cualidad del film: trasmitir la sensación de caos e inseguridad que vivía Grecia en los años 60. Esa impresión invade al espectador, produciéndole un sentimiento de solidaridad que explica los gigantescos aplausos que en cada función estallaban en las instalaciones del Plaza, y que cinco décadas después aún retumban en mis oídos.
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